Por Jonatan Frías
y en este mismo instante
alguien me deletrea.
Octavio Paz

Desde hace muchos años me pregunto casi todos los días qué diría Octavio Paz de las cosas que ocurren en México hoy; y es que la figura de Paz no ha perdido vigencia ni un solo momento. Pertenezco, quizás, a la última generación que lo vio dando su opinión, siempre aguda, siempre fuego, en la televisión. La generación que, aunque joven, lo vio en el debate que organizó con la revista Vuelta. La generación que vio por televisión el tsunami de gente que se amotinó a las puertas del Palacio de las Bellas Artes el día de su muerte.
Han pasado 25 años desde entonces y todo, de alguna manera, parece igual. Es como si no hubiera pasado nada en este tiempo. Como si de pronto esa democracia que costó tanto alcanzar en el año 2000 nunca hubiera existido, como si la transición de los poderes, con sus consecuencias positivas y negativas, nunca hubiera existido. Como si de pronto hubiéramos despertado en medio de la década de 1970 con un gobierno necio, negligente y arrogante. ¿Qué habría dicho Paz de Fox? ¿Qué habría dicho Paz de la fosa común en que convirtió Calderón al país? ¿Qué de la escandalosa y cínica corrupción de Peña Nieto? ¿Qué de la farsa que es López Obrador?
Octavio Paz nació en un México convulso por una revuelta fracasada en la que todos sus autores terminaron por traicionarse y asesinarse a ellos mismos y de paso a una idea que era aún más grande. Nació en Mixcoac y eso entonces era equivalente a haber nacido en cualquier parte. En su casa el mantel olía a pólvora y la sangre ardía. No fue indiferente a su destino, por supuesto. En medio de un puñado de amigos, comenzó hacia 1930 un camino de letras que 60 años después seguía ardiendo.

Era ante todo un poeta, eso se sabe. Un poeta insatisfecho. Un poeta vidente. Un poeta que sabía ver su tiempo y que sabía, como pocos, ver esto en aquello. Era, como se decía de Unamuno, un hombre en llamas pero, ante todo, era un poeta que hacía con las palabras. Sus poemas, constelaciones de artificio, permanecen como permanece el olor a quemado. Su peso de plumas se sostiene ligero en su transparencia traspasada. Veía su tiempo y lo registraba, no como laboratorio social o crónica de lo inmediato, sino como potencia convulsa de la historia.
Su poesía guarda algo que se puede ver en pocos poetas: unidad y coherencia. A lo largo de las más de 800 páginas de su poesía podemos ver los caminos y los frutos: las dudas y los aciertos; esto y aquello. Ya en Luna silvestre se anuncian temas y obsesiones que seguirán vigentes en Árbol adentro. Practicó lo mismo los poemas breves que los largos. Pasó de la poesía lírica a las vanguardias sin ningún tipo de aspereza. Practicó lo mismo los sonetos que los haikús. La poesía como revelación y como testamento: testimonio vivo de su siglo.

Era valiente y no temía equivocarse. Si guardó silencio en Valencia ante las injusticias cometidas contra Gide y en México por la sangre derramada de Trotski, no lo volvería a hacer. Cuando el gobierno cubano obligó a humillarse públicamente a Heberto Padilla, levantó la voz. En un texto posterior diría: No es cierto que haya tiranos en abstracto sino que todos ellos tienen nombre y nosotros debemos nombrarlos. Esa es nuestra obligación. Paz se comprometió con su tiempo. Sabía que la congruencia tenía un precio y lo pagó con creces. Hasta hace poco en que el presidente López Obrador convocó a una marcha contra la gente que antes había salido en defensa del INE en la que se quemó en efigie a la Licenciada Norma Lucía Piña Hernández, Octavio Paz era la única persona en México a la que se le había cometido tal aberración. El diablo palidece, como dice Cioran, junto a quien dispone de una verdad, de su verdad.
Los mexicanos, parece ser, somos los únicos que nos metemos dos veces en las mismas aguas. Nadamos a contracorriente de la historia. Nos dejamos seducir una y otra vez por el carisma del tlatoani, por el cacique gordo de Cempoala. Las habladurías y las ocurrencias se convirtieron en verdad. El chisme, las acusaciones vacías, en religión. En México ¿todos se han muerto, se han ido, cántaros rotos al borde de la fuente cegada? / ¿Sólo está vivo el sapo, / sólo reluce y brilla en la noche de México el sapo verduzco, / sólo el cacique gordo de Cempoala es inmortal?
Son 25 años de silencio que parecen, más que ausencia, respuesta. Mudez. ¿Qué decir ante el aplauso necio? ¿Ante el aplauso adulador? Denunciar. Nombrar a los desaparecidos para que permanezcan. Nombrarlos como memoria, como testigo, como testimonio y testamento. Hacer cortes de caja. Mirar hacia dentro. El bien, quisimos el bien: enderezar el mundo. / No nos faltó entereza: nos faltó humildad.
Hoy que todo mundo tiene prisa por hablar, que poco o nada se reflexiona en el escaño público y que dejamos de usar la inteligencia como dispositivo para descifrar el mundo, para reconocernos en el otro, y que preferimos la entraña y la injuria antes que el sosiego y la razón, la figura de Octavio Paz cobra más relevancia. La palabra pausada. El gesto oportuno. Las ideas como elefantes en estampida. Los lances valientes, siempre de frente, siempre firmados.
La pérdida de Octavio Paz fue equivalente a perder un idioma entero, un bosque de frondosos versos, una prosa incomparable, una inteligencia deslumbrante. Octavio Paz nació y murió con su siglo. Dio cuenta de él, de sus excesos y de sus logros: de sus debilidades.
