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Al principio fue la cólera

Por Jonatan Frías

Al principio fue la cólera. La cólera fue (es) la primera palabra de nuestra cultura. Ménin para los griegos. Ese es el comienzo del primer hexámetro de La Iliada. Con esa palabra nos metimos de lleno en el ruido y la furia, como dice Irene Vallejo en su maravilloso libro El infinito en un junco. Con la ira de Aquiles se trazó una ruta de encabalgamientos tumultuosos que pasaría por el Antiguo Testamento, la Torá, el Corán, Las mil y una noches e incendiaría por igual las venas (y la pluma) de Eurípides, Shakespeare, Milton, Conrad, Faulkner, Rulfo, McCarthy. La cólera que cantó la Diosa sirvió como hoja de ruta lo mismo para Alejandro Magno que para Napoleón Bonaparte. ¿Qué más podría surgir de esto, sino nosotros mismos?

Occidente es el lugar de las fantasías más desbordadas, de los heroísmos más desbocados, de los tiranos más luciferinos. Pensar, siquiera imaginar, que todo esto comenzó con un canto… Homero, el hombre que fijó para siempre nuestro destino, enloquecería al ver que 30 siglos después, esas líneas que se escribieron quizá una tarde soleada, pero seguro en soledad, se exponen todos los días en nuestras multiplicadas librerías y que esos valores que propuso, hoy siguen vigentes. Si es válido decir que el mundo se divide entre platónicos y aristotélicos, no creo que haya mayor afectación si decimos que las mujeres y los hombres nos dividimos en aquileanos y odiseos. Entre los que buscamos la inmortalidad en la tragedia y los que la buscan en el silencio, en la celebración de la vida, en la incertidumbre del camino. En ambos casos: todos somos homéricos.


El mundo clásico sigue teniendo ecos en nuestra modernidad (el presente es perpetuo). Lo vemos todos los días en la calle, en los periódicos, en nuestras redes sociales. La plaza sigue siendo el lugar de nuestro encuentro: ya sea en su espacio físico, lleno de símbolos, o en los espacios virtuales, extremistas, apasionados, radicales. Las redes sociales están plagadas de apocalípticos y de integrados.


Las plazas se llenan y las consignas siguen siendo las mismas. Creemos, tal vez demasiado, en la política. No sólo confiamos en las personas, confiamos en los sistemas. Hemos confundido, trágicamente, a la política con la religión: esperamos lastimosamente que nos salve. Otros, no ciegos pero sí con cataratas, la confundieron con la filosofía. Creen encontrar en ella respuestas. En ambos casos, trágicamente, se está equivocado. La política no es más que el caballo desbocado que lleva a cuestas al hombre y que se dirige bramando al abismo.

Aquella épica que comenzó tras muchos años de asedio en una ciudad tan real como lo puede ser la ciudad de Uqbar, hoy puede rastrearse en las grandes aventuras de nuestro tiempo, pero nuestros héroes ya no son refrenados o seducidos por los dioses. Cuánto hay del dolor de aquellos hombres en libros como Goethe en Dachau de Nico Rost o en Vida y destino de Vasili Grosman. Seguramente más de un aqueo se habrá preguntado, en medio de esa pesadumbre permitida por los dioses, qué era un hombre, como se lo preguntó Primo Levi en Auschwitz o Emmanuel Lévinas en Hannover.


Aquiles sigue siendo nuestro punto de referencia. Su búsqueda enloquecida por la inmortalidad hoy cala tan profundo como su irreverencia ante cualquier tipo de jerarquía. Pero también fue una tabla a la que se han podio asir tantos hombres y tantas mujeres a lo largo de la historia. En él se sembraron todos nuestros defectos, nuestros más inconfesables temores, pero también nuestra más increíble ternura. ¿Cuánto hay de su espíritu en aquellos hombres que una noche se aventuraron en el corazón de África en busca de Kurtz, cuánto en Ahab, cuánto en Quijano?


Odiseo, templado con otro acero, no en las brasas ardientes del destino, sino en las llamas del tiempo, no ha tenido un viaje menos heroico y sus herederos han mostrado el mismo valor. No en vano un tataranieto suyo, Ulises, fue perseguido y quemado. La estirpe de Odiseo también es se cuenta por legiones: Joyce, Proust, Mann, Borges. Hombres todos que encontraron en la serenidad, en el conocimiento, en el amor por la palabra, la misma fortaleza de la espada. Sus páginas también están tañidas de granate. Su destino está marcado por la paciencia y el azar. Saben esperar y aceptan con diligencia y estoicismo los signos indescifrables de las estrellas, pero el valor los habita como habita la madurez dentro del fruto.


Cantemos pues, Oh, Diosa, la cólera del Pelida Aquiles, maldita, que causó a los aqueos incontables dolores, precipitó al Hades muchas valientes vidas de héroes y a ellos mismos los hizo presa para los perros y para todas las aves. Seamos inmortales.



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