Por Mónica Maristain

Estoy leyendo (otra vez) a Mircea Cartarescu. Es el libro de Impedimenta, El ojo castaño de nuestro amor y, como me pasa con los escritores que adoro, es que se establece una cadenita que tiene unos eslabones maravillosos y me llevan a un mundo totalmente desconocido.
Decía Adolfo Bioy Casares que cuando uno lee un libro sabe que es bueno porque inmediatamente tiene ganas de escribir. En mi caso, también me dan muchas ganas de viajar.
Luego de leer a Mircea, estuve mirando muchas veces esa ciudad, Bucarest. ¿Modesta? ¿Insignificante? ¿No digna de verse como no le pasa a la Buenos Aires de Borges o al Danubio de Claudio Magris?
Veo –más allá del Danubio que tú, Cartarescu, creciste cerca de él- a un Parlamento rumano tan grande como el Museo Hermitage, de San Petersburgo, y es cierto que cuando todos los señalan insultan a Nicolae Ceaușescu y dicen que hubiera sido más caro demolerlo que terminarlo, pero ahí está ese edificio casi vacío (no hay muebles suficientes para llenarlo) señoreando sobre una ciudad que me resulta muy linda para ir.
Si vas a Bucarest verás el Palacio del Parlamento, situado sobre la Colina Spirii en el centro y sabrás que es uno de los edificios políticos más grandes del mundo.

Comeré esos panes deliciosos que muestran los turistas y beberé alguno de tus vinos que al parecer son ricos y poéticos. Claro que cuando vaya a Bucarest, querido Mircea, iré buscándote, viendo las calles de las que hablas y esos rincones donde las ruinas, oh tú, voyeur de ruinas, dicen algo simbólico y romántico.
“Hoy ya no existe, todo el barrio ha sido derruido antes de que yo haya podido sacar una fotografía. Columnas en el primer piso, ventanas con los cristales rotos y sustituidos por papel azul, impresión de abandono y desmoronamiento lento…”
¿Pensabas tú, Cartarescu, que tu obra iba a ser un boleto para el turismo en esa ciudad que sufres y donde murió tu poesía? “El equilibrio, es decir, la muerte. Tras unos cuantos años de felicidad imaginística, mi poesía murió por la incapacidad de seguir progresando”. Yo iré buscando la poesía en imágenes, porque tal vez lo que no sabes es que la poesía tiene una genética especial y se reproduce a cada instante, como uno de esos monstruitos con los que jugábamos de chicos.
La cadenita de tu libro también me trae a Andrei Tarkosvky, ese hombre que se tuvo que ir de su país porque la poesía, precisamente, se reproducía en su cine y no le podía hacer caso a los censores y a los envidiosos.
“Como el niño que en El espejo de Tarkosvky comienza a hablar en estado de hipnosis” y claro que veo El espejo, claro que vuelvo a ver Sacrificio, una de las películas favoritas de esa persona con la que yo me formé.
Toda la tarde es Andrei, Mircea, imágenes del sueño que me dejan estática y esa poesía que se reproduce a cada instante. Alguna vez estaré en Bucarest y claro que iré tras los pasos del autor de El ojo castaño de nuestro amor.
