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Atwood y el alcance de la ficción

Por Arlett Cancino

En 1984, al escribir su famosa novela El cuento de la criada, Margaret Atwood se preguntaba si “¿iba ser capaz de convencer a los lectores de que en Estados Unidos se había producido un golpe de estado que había transformado la democracia liberal existente hasta ese entonces en una dictadura teocrática que se lo tomaba todo al pie de la letra?” Sus lectores le creímos y ahora, a inicios del 2021, el chiste se cuenta solo.


En la ficción de Atwood, la Constitución y el Congreso norteamericanos ya no existen y, en cambio, se instaura la República de Gilead, fundamentada en el puritanismo del siglo XVII que ha permanecido latente en la cultura americana y que en la actualidad se revela a través la extrema derecha que apoya a Trump.


Una de las reglas que Margaret se impuso para escribir su historia era la de no incluir ningún suceso que no hubiera ocurrido, nada de “leyes imaginarias, ni atrocidades imaginarias”, para con ello sustentar que los acontecimientos que recreara podían realmente suceder. Siguiendo esta norma, retomó sus viejas lecturas sobre los juicios de las brujas de Salem en la biblioteca de Widener, de la Universidad de Harvad, que luego convierte en el edificio del Servicio Secreto de Gilead, sede máxima para vigilancia de las buenas costumbres.

Es seguro que sus investigaciones sobre los castigos a estas mujeres le dieran la idea de recrearlas como el grupo social hostigado dentro de la novela. Eso, y la certeza del declive de la fertilidad en el mundo, hacen que ponga como argumento central que la capacidad de engendrar en Estados Unidos se reduce casi por completo. Entonces, como su ficción describe un régimen totalitario y en éstos las clases pudientes monopolizan todo lo que tiene valor, la élite de Gilead se reparte a las hembras fértiles como Criadas, para engendrar hijos con ellas y reclamarlos como legítimos.


Defred, la protagonista, recuerda su vida antes de ser Criada y como la violencia extrema se había exacerbado, mientras que ella creía que nada cambiaba en un instante y que las noticias de cuerpos de mujeres mutilados y mancillados sucedían en otro lado y no donde ella estaba. Defred, como muchas actualmente, vivía al margen de las noticias, “entre las líneas de las noticias”. No obstante, el orden social de su país se vino a bajo de la noche a la mañana. Todas las mujeres perdieron sus libertades y derechos. No podían trabajar, ni poseer nada, mucho menos dinero. Todo lo suyo pasaba a manos del hombre con quien tuvieran una relación de parentesco o matrimonio, como en siglos pasados. Aquellas mujeres de las que se tenía una fertilidad comprobada, eran repartidas entre los matrimonios de la élite y se les vestía con una túnica roja para identificarlas. Su función era muy específica: ser el recipiente.

Cuando le preguntan a Atwood si su novela es feminista, ella responde que no lo es si se le considera como un tratado ideológico, donde las mujeres son las víctimas porque han perdido la capacidad de elegir sobre sus acciones. Esto es cierto porque en El cuento de la criada hay mujeres castigadas y hay mujeres verdugos; todas son sobrevivientes del entorno y muchas de ellas pueden elegir éticamente. La elección sobreviene en Los testamentos, obra que cierra esta historia distópica y donde el destino cambia gracias a una de esas Marthas: las encargadas de mantener las costumbres de Gilead.


El cuento de la criada y Los testamentos son un reconocimiento hacia la importancia de las mujeres como seres humanos. La autora quiere resaltar su protagonismo en la preservación de la humanidad, mismo que las ha convertido en uno de los grupos más vulnerados en la historia, pues “el control de las mujeres y sus descendientes ha sido la piedra de toque de todo régimen represivo de este planeta”.

En este sentido, sus novelas han sido clasificadas como ficción especulativa, pues recrean un mundo alterno a la realidad. No obstante, Margaret crea ese mundo especulando a partir de datos verificables, con lo que consigue que su ficción sea un futuro posible. La autora niega que su obra sea un vaticinio, pero al mismo tiempo nos da a entender que no seamos tan ingenuos para no prever ciertos acontecimientos a partir de las situaciones aberrantes que vivimos.


Atwood tenía duda sobre si un golpe de estado en Norteamérica sería creíble, porque era el único dato que no poseía referente histórico, pero hoy ese hecho es muy palpable después de lo sucedido en el Capitolio. Los grupos de odio que perviven en Estados Unidos rechazan la diversidad humana y apelan a la supremacía blanca. Hay que recordar lo que pasa cada vez que un grupo se declara como hegemónico y, si ya lo olvidamos, no está de más acudir a este tipo de ficciones para que no nos doren la píldora tan fácil.

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