Por Arlett Cancino

¿Qué significa ser mujer? es ya una pregunta con una larga tradición. Virginia Woolf se cuestionó al respecto no sólo en su ensayo feminista Un cuarto propio, sino en toda su producción literaria; luego, Simone de Beauvoir se sometió al mismo escrutinio a través de El segundo sexo y, como Virginia, lo representó en los personajes femeninos de sus novelas y cuentos, y por medio de sí misma en sus diarios. ¿Qué significa ser mujer? Todas conocemos las implicaciones que encierra esta pregunta, pero cada una responde con base en su conformación social y cultural.
Si hoy cuestionamos sobre esto a las mujeres afganas, seguro que responderán muy distinto a como responden las norteamericanas. Ser mujer para las primeras es la anulación de sí mismas por la mirada del otro, pues en su país ellas representan el mal y el pecado encarnado al que hay que ocultar bajo velos y el silencio de una vida sin expresión ni derechos. Las segundas tal vez hablen de más libertades en su sociedad, con mayor desparpajo y sin preocupación por incitar al hombre.
No obstante, sin importar la distancia espacial entre unas y otras, todas aun ahora reconocemos la fuerte inmanencia a los preceptos de los otros; a veces nos resistimos y esa resistencia nos engrandece, pero también nos nulifica porque contravenir con lo que ellos dicen que seamos nos escinde profundamente y entonces nos sentimos culpables.
Darnos cuenta de la mujer que queremos ser implica ruptura, una fuerte ruptura con todos, incluidas, en muchas ocasiones, las mujeres de nuestro linaje; abuelas, madres, hermanas y tías que han sobrevivido bajo la estela de lo que siempre se esperó de ellas y que nos inculcan el estereotipo que se espera de todas. Nos siguen enseñando la necesidad de un hombre para nuestro sustento y bienestar, la importancia de un compañero que nos cuide y dé la cara por nosotras cuando sea necesario.

Entonces, para nosotras no basta la independencia económica, un cuarto propio y el éxito profesional; debemos tener un hombre con el cual representar la idea romántica de una relación, porque es peor la soledad que aceptar la dependencia emocional en la que vivimos constantemente en nuestras relaciones amorosas. Habrá quien piense que está exenta de este comportamiento, que su noviazgo o matrimonio está fuera de las clasificaciones tradicionales, sin embargo, sea cual sea el tipo de relación en la que nos encontremos, existen aún las desigualdades emocionales y afectivas que las mujeres toleramos por miedo al abandono.
Hace años leía entusiasmada la biografía que Hazel Rowley escribió sobre Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre. La vida que ambos llevaron antes de conocerse fue muy distinta. Según la biógrafa, Simone describe en sus diarios un fuerte desasosiego, al darse cuenta de la lucha que tiene que emprender por buscarse a sí misma en un mundo donde no se le permite esa búsqueda a una mujer; en la feminista hay desesperación y, en algunos momentos, rendición al ver que el camino de su vida será una lucha constante contra los preconcebidos sobre su naturaleza femenina.
No puedo liberarme de la idea de que estoy sola, en un mundo aparte, presente ante los demás como en un espectáculo —escribió en su diario—. Esta mañana… deseé con todas mis fuerzas ser la muchacha que comulga en la misa matutina y camina con serena certidumbre… El catolicismo de Mauriac, de Claudel… ¡de qué manera me ha marcado y cuánto espacio ocupa en mí! Y aun así… no deseo creer: un acto de fe es el acto más desesperado que existe y quiero, al menos, mantenerme lúcida en mi desesperación. No quiero mentirme a mí misma.
Por su parte, antes de conocer al Castor, como llamaba a Simone, Sartre vive la vida como hombre de su tiempo, sin cuestionar sus búsquedas y sus ideas, pues nunca contravinieron los preceptos masculinos típicos que se esperaban de él. Ambos establecieron una relación amorosa libre; en la que, sin embargo, Simone siempre confrontó sus propios deseos y búsquedas; veía su rebeldía como una especie de intoxicación permanente, con ella renegó del rumbo que ya se le había trazado como mujer en aquel entonces: el recato y la mesura, el matrimonio y la maternidad, la vida doméstica e íntima. Así, la unión de estos filósofos fue dispareja, pues ella debía negar muchos de sus impulsos por temor a ser juzgada y, además, vivía en una zozobra constante al enfrentar sus propios prejuicios.

Abandoné la lectura de esta biografía porque en algún punto se vino abajo la idea que tenía de Simone, cuando no pudo soportar la relación amorosa de tres que establecieron Sartre y ella con otra mujer, ya que él prefería a esta última. A pesar de que Simone presumía de su capacidad de asimilación del amor libre, los celos la invadieron. Cuando inicié el libro era una juvenil e inmadura estudiante, estaba inmersa en esa maniquea manera de ver el mundo, sin matices ni contradicciones. Ver a una Simone celosa y frustrada, me frustraba a mí la imagen que construí sobre ella.
Con la distancia temporal, y la experiencia compartida de ser mujer, ahora la observo con otros ojos. El proceso de lucha constante al que se sometió Simone fue su búsqueda de sí misma, algo que no se consigue de la noche a la mañana y que no logramos como consecuencia de fuertes e importantes decisiones o de la obtención de grandes metas y expectativas, sino con la victoria de cada día por no mentirnos a nosotras mismas, por no sacrificar aquello de lo que ya nos dimos cuenta, aquello que no queremos ser y que vemos a diario en nuestras abuelas, madres, hermanas y tías. Gracias a ese enfrentamiento de vida, tenemos la monumental obra de esta escritora, corresponde ahora verla con la empatía de quien reconoce la misma “intermitente autoestima”, el único oasis al que, como ella, todas debemos aferrarnos. Terminaré la biografía de Hazel con un entusiasmo renovado y con estas notas presentes.
Para comprender mejor la idea de “intermitente autoestima” se recomienda revisar los diarios de la escritora o acudir a la biografía que aquí se menciona y de donde saco la cita de más arriba: Sartre y Beauvoir. Hazel Rowley. Traducción de Montse Roca. Debolsillo. México. 2007. 616 páginas. (pp. 41-42).