Por Alejandro Ortega Neri
They say bad guys wear black
We're tagged and can't turn back
You see us comin'
And you all together run for cover
We're taking over this town
"Cowboys from hell" - Pantera

Pantera en el Hell and Heaven
El metal extremo es mi medicina. Una infección urinaria primero y una lumbalgia después, pusieron en duda mi debut en la primera división de los conciertos metaleros: el Hell and Heaven Metal Fest, producido por la empresa Live Talent y que se celebraría en Toluca durante tres días; una prueba de alto rendimiento. Primero me empastillé durante más de una semana y luego realicé ejercicios para la espalda en el suelo duro. Mejoró la situación. Estaba casi listo pero faltaba la última dosis: una descarga electrizante de riffs y voces guturales varias veces al día hasta vencer, temporalmente, a la edad.
Había dos factores que me preocupaban antes de partir: el primero, si aguantaría, sin lamentarme, tres días con jornadas de más de diez horas en un clima helado y con ciertos límites monetarios; la segunda preocupación, descubrir con quién iba a dormir, pues viajaría en un tour con más de 40 desconocidos que pondría a prueba mi creciente carácter asocial. Esta segunda incógnita se despejó pronto: no todos eran desconocidos, en el camión viajaba Erik, un compa de la talacha periodística, y en la habitación del hotel se me asignó con tres metaleros de talento musical, un bajista, un guitarrista y un baterista. Si yo supiera cantar, pensé, habríamos formado una banda que seguramente se llamaría Los ronquidos infernales.
Viernes 2 de diciembre
El plato fuerte del primer día no era Scorpions a pesar de que cerraba las actividades de los escenarios más grandes. El estelar era Pantera, pues desde que se anunció su polémica reunión con Zakk Wylde y Charlie Benante en el lugar de los fallecidos hermanos Abott y la posterior noticia de que México sería el lugar en el que iniciarían su gira mundial, la expectativa creció en torno a la banda que se disolvió en 2003, hace casi 20 años.
Para verlos tuvimos que atravesar Atracomulco hasta llegar al Foro Pegaso, un centro dinámico al aire libre ubicado en la carretera Toluca-Naucalpan del municipio de San Mateo Otzacatipan, Estado de México. Desde el camión vimos una fila enorme para ingresar al espacio, todos vestidos de negro, lo que me hizo recordar la gran crónica de Carlos Velázquez, titulada “La ñoñolandia del metal”, en la que dijo sentirse como extra de El Señor de los Anillos, entre tanto orco del Hell and Heaven de 2018. Tenía razón, y ahora yo estaba vestido como uno de ellos en la versión toluqueña, donde se denotaba la primera falla del festival, pues pasaban de las 3 de la tarde y el avance era lento aun y cuando las bandas habían comenzado a tocar dos horas antes.
La cola de la formación nos llevó hasta una zona semi rural con casitas aisladas, milpas muertas y un camino polvoso, pero por nuestro organismo ya corrían unas cervezas y desde el camión comenzamos a calentar cuello y garganta con lo mejor de Pantera. Para mitigar el hambre, el buen Erik nos había surtido, a otro Alejandro y a mí, de un burro de bistec con arroz y frijoles que se agenció en un puesto cerca de la formación. Lo único que nos preocupaba realmente, mientras aún nos faltaba buen trecho por recorrer, era alcanzar a ver a Yngwie Malmsteen que saldría a las 4 de la tarde en uno de los escenarios principales.
Ahora que lo pienso, quizás el festival se llama Hell and Heaven porque eso es realmente lo que te ofrece. El cielo te lo regala con un cúmulo de bandas para ver y el infierno se aparece cuando, además de la formación para ingresar, ya dentro tienes que hacer una fila más en los bancos para recargar las pulseras cashless que también sirven como boleto. Fue una pesadilla porque ni en el paraíso metalero se salva uno de los malditos bancos y su servicio lento, en el que se mezcla la incompetencia de los empleados de las ventanillas y la indecisión de los clientes incautos que matan las ganas de vivir. Total, nos tuvimos que chutar al Yngwie, con sus dedos veloces y panza juangabrielera, desde la fila del banco. Ni modo.
La molestia se disipó al primer trago de cerveza cuando los batacazos de Arch Enemy se hicieron presentes en el Heaven Stage. El death melódico de los suecos y la presencia de ese ángel de cabello azul y voz de demonio terminaron por convencerme de estar ahí. Fue un derroche de energía pura durante los 50 minutos que duró su presentación, con la que me confirmaron porqué es una banda de escenarios principales, pues, además de la experiencia que cargan en sus espaldas los músicos, la voz y la presencia de la canadiense Alissa White-Gluz los catapultó a otras audiencias. Las cabelleras azules de jóvenes entre el público así me lo hicieron saber. Sonaron “War eternal”, “The Eagle flies alone”, “In the eye of the storm” y “Deceiver”, por mencionar algunas.

Arch Enemy al final de su presentación en el Heaven Stage
No sé cuánto me debía el destino que me pagó con la oportunidad de ver a dos divas del metal el mismo día y de forma consecutiva. Después de la presentación de Arch Enemy, arribó al Hell Stage la agrupación holandesa Epica con Simone Simons al frente. Confieso que tenía muchas ganas de verlos en vivo pero ya ahí se confirmó algo que me negaba a aceptar: Epica me aburre de sobre manera. Estuve frente al escenario apenas tres canciones para luego largarme con dirección al Trve Metal Stage donde Taake daba una muestra del mejor black metal noruego. Fue la mejor decisión que tomé esa noche, los noruegos mantienen fresco el metal más sucio que nació en esa tierra del norte, a finales de la década de 1980; son increíbles.
Posterior al sacudón que Ulvhedin Høst y Taake me dieron durante 50 minutos, regresé a los principales para ver al frontman de Rammstein, Till Lindemann, quien, vestido completamente de rojo chile pasilla, demostró que ahora es uno de los amos y señores del shock rock, aunque mi espalda, con resabios de la lumbalgia, me pidió la primera tregua de la jornada. Sin miramientos y mucho menos pudor, fui a tirarme a una zona de pasto desde donde observé cómo se vería el rostro de las personas que se asomen a mi tumba. Faltaba un buen rato para la salida de Pantera y a los organizadores se les ocurrió meter antes a la tía Doro, mala decisión. La escuché acostado.
La alerta para levantarme fue el flujo cada vez mayor de gente que pasaba a mi lado casi pisándome el cráneo. El momento más esperado de la noche se acercaba y el logo de los texanos, elevándose en el escenario aún semi oscuro, hizo que la aguja del acelerador subiera poco a poco. Sabíamos que era histórico, que veríamos a una leyenda de los noventa pero, al mismo tiempo, la incertidumbre por su desempeño arriba nos tenía con el ánimo pendiendo de un hilo: se separaron hace casi 20 años, los sacudieron las muertes de dos de sus fundadores y sus remplazos tenían apenas semanas de ensayos, aunque Zakk Wylde, ex guitarro de Ozzy, y Charlie Benante, tantos años con Megadeth, no son unos novatos.
Los cabrones le picaron las costillas a la nostalgia cuando se apagaron todas las luces y en las pantallas comenzó a correr un video con imágenes recopiladas de Dimebag y Vinnie, los hermanos Abott, el primero de ellos, asesinado a tiros sobre el escenario por un infante de marina con esquizofrenia, el 8 de diciembre de 2004; el segundo, víctima de un ataque al corazón en 2018 y quien juró hasta su muerte que Pantera no se reuniría porque sin su hermano, el guitarrista, la banda no era nada.
La nostalgia se interrumpió con los riffs densos de “A New Level”, la rola con la que la banda debutaba en su regreso a los escenarios. Ahí estaban Phil Anselmo con su voz intacta, Rex Brown al bajo, Zakk Wylde a la guitarra y Charlie Benante en la batería: adrenalina pura. La sensación era como de un reencuentro con viejos amigos que dejaron el terruño y guardaron silencio pero que ahora regresaban para martillarte la espalda a palmadas duras y al ritmo de groove metal. El escenario ya estaba a reventar de fans impacientes por mover la mata y desplegar la rabia contenida.
A la primera rola le siguió “Mouth of war”, del mismo álbum Vulgar display of power, que dio paso al saludo de Anselmo a los miles de mexicanos que los esperábamos. El siguiente martillazo fue más veloz, “Strength Beyond Strenght”, que nos puso a sacudir la cabeza con la fuerza suficiente para reacomodar toda la masa encefálica; luego vino “Becoming”, ambas del Far beyond driven, misma que me golpeó duró porque la memoria viajó hasta un domingo cualquiera de mis 15 años, cuando compré un casete grabado en el tianguis cercano a casa que incluía, entre rolas fresas de Bon Jovi y Poison, ese escopetazo con el que los texanos me volaron la cabeza.
Del Far beyond sonaron también “I´m Broken”, que le exigió a Wylde ejecutar uno de los solos de guitarra que caracterizaron a su carnalote Dimebag; “Use My Third Arm” y “5 Minutes Alone” para luego volver al Vulgar… con “This love”, nostalgia noventera hecha un pedazo de canción que nos desgañitó. A esta le siguieron “Yesterday Don´t Mean Shit”, “Fuckign Hostil” y una versión lenta de “Cemetery Gates” con la que lanzaron un segundo bombardeo de imágenes de los hermanos Abott, casi para llorar a lágrima viva.
“Planet Caravan”, el cover timbalero de Sabbath, fue la introducción al cierre del concierto y uno de los momentos más esperados, pues los riffs de “Walk” comenzaron a sonar fuerte y los viejos metaleros no sabíamos si grabar con el cel el momento irrepetible, mover la cabeza al compás de los guitarrazos o entonar por todo lo alto el famoso estribillo de la rola: “Respect/ walk/what did you say?/ Respect/walk/Are you talkin' to me?/Are you talkin' to me?”. Un maldito sueño hecho realidad.
No estaba todo escrito. Wylde, sin darnos tregua, armó el moshpit más intenso de la noche: “Cowboys from hell” comenzó a retumbar en el Foro Pegaso de Toluca y su letra no podía ser más ad hoc: tipos vestidos de negro tomado el control de una ciudad. La catarsis, el marasmo metalero… Un enorme círculo se abrió entre la gente y volaron codazos, aventones y patadas que, a pesar de su rudeza, tenían como esencia la fraternidad. A muchos de los ahí reunidos jamás nos pasó por la cabeza ver a Pantera en vivo y, mucho menos, bailar como posesos con sus riffs, pues hasta hace unos meses la banda seguía siendo sólo un agradable recuerdo, pero los sueños se cumplen y al caer la noche cabalgamos junto esos vaqueros del infierno, y fue hermoso. Estaba hecho. Apaguen la luz.

Foto: Alejandro Ortega Neri
Sábado 3 de diciembre
Al día siguiente, en el hotel, el grupo de rudos metaleros que viajó desde Zacatecas a Toluca convirtió su estancia en una convención de dolencias. Dejamos de intercambiar canciones y anécdotas de la noche anterior para pedirnos pastillas para el dolor, pomadas y lo que calmara las manifestaciones del cuerpo sacudido por golpes, aventones y olas de alcohol. Había prisa por reponerse, ya que en la segunda jornada nos esperaba otro bonche de bandas, aunque mi mente estaba concentrada en una, la que le puso el soundtrack a mi pasado roller y una que otra llamada de atención de mi madre: Bad Religion.
Escuché por vez primera a los californianos en el mismo tianguis dominical donde compré la cinta con la rola de Pantera. Los coros de “Flat earth society” me poseyeron inmediatamente. El compa con el que me surtía de material escuchaba All ages, el álbum recopilatorio de los maestros del punk californiano de 1995, y me quedé un rato en el puesto haciéndome güey para seguir escuchándolo hasta que me convencí. Fue lo único que sonó en mi cuarto los días siguientes.
En “Multicosas”, el único pasaje comercial en Zacatecas en el que uno podía comprar pósters y playeras, encontré una con la portada de ese disco impresa al frente y la crossbuster por la espalda, la famosa cruz prohibida que sirve de logo a la banda. Brett Gurewitz, el guitarrista, fue el diseñador y lo hizo sin mucho trabajo, simplemente dibujó la cruz en un trozo de papel y se la mostró a la banda, pensando, dijo en una entrevista, que sería una buena forma de molestar a sus padres. Con mi madre lo logró. Tuve que cubrirme la playera en casa y deshacerme de la prenda de encima hasta que estaba fuera de peligro.
Ese segundo día del festival, a pesar de tener a enormes bandas programadas, poco me importaban, aunque sí me asomé a las que les traía ganas: Heaven shall burn fue un gran descubrimiento, death melódico de muy alta manufactura; Behemoth estuvo increíble. Su líder Nergal, con sus exabruptos satanistas y su imagen como icono de la moda black, ha logrado un arrastre que pocas veces se concibe para una banda de tal brutalidad; Trivium, a pesar de que me gustan mucho sus primeros discos, les perdí la pista y no levantaron en el festival, y Architects me aburrió. Sólo me quedaba un dilema que había dolido mucho cuando se anunciaron los horarios: Judas Priest y Bad Religion se empalmaban en dos escenarios distintos.
La duda me taladraba el cerebro: ¿En serio me iba a perder a Judas Priest por ver a los viejos punks en un escenario menor? ¿Cambiaría al metal God Rob Halford por el Dr. Graffin y compañía? La respuesta llegó rápido: ver a los californianos se convirtió en un sueño desde la adolescencia, no había marcha atrás, además Priest tocaría más tiempo y quizá alcanzaría el cierre de su set.

Foto: Alejandro Ortega Neri
La posición en la quinta fila poco importó, pues cuando la banda salió al Modelo Stage comenzó el movimiento de unos cuerpos contra otros, y como si de una ola se tratara, me dejé llevar entre las melodías de Bad Religion. El slam me acercaba y luego me alejaba, y es que si algo destilan esos cabrones a sus 40 años de trayectoria, además de mensajes filosóficos potentes, son notas plagadas de energía que, no saltar es imposible.
El concierto arrancó con “New Dark Ages”, cuya introducción es sumamente eufórica. Desde ese momento dejé de ser el cuasi cuarentón y volví al chamaco que ocultaba de su madre la crossbuster: tanto que evitaba echar la playera a la ropa sucia que terminó por endurecerse en el fondo del clóset. A la primera rola del set le siguió “Recipe for hate”, “Fuck you” y luego uno de los himnos y el mantra badreligioniano por antonomasia “Do what you want”, con el que casi me ruedan las lágrimas que se sintieron cohibidas ante un madrazo que me sacudió la espalda.
“Los Angeles is burning” convirtió el congelador toluqueño en una playa californiana y “Anesthesia” hizo que el dolor de un patín en la espinilla ni se sintiera. Greg Graffin se comunicó poco con el público, además, apenas se escuchaba su voz cuando no cantaba, pues el sonido potente del escenario de Judas Priest hacía que la banda se distrajera sonriendo y sintiera, quizá, ganas de bajarse e ir corriendo a ver a Halford y compañía.
Aun así, las revoluciones no bajaron y no hubo rola que no se saltara. Sonaron también “Generator”, de mis favoritas desde la adolescencia; “Punk rock song”, otra declaración de principios; “No control”, el soundtrack perfecto para lo que sucedía entre el público; “We´re only gonna die”, la única verdad, “Infected” y una de las rolas más irónicas de los californianos “I want to conquer the world” que me agarró agachado anudándome las agujetas de las botas luego de un fuerte golpe. A punto estuve de ser arrollado de no ser por la hermandad de punks desconocidos que hicieron un círculo para protegerme, poniendo a salvo mi trasero.
Se venía la parte final de Bad Religion. Lo bueno de que sus temas sean tan cortos es que en una hora nos vaciaron la canasta de sus mejores manifiestos. El cierre inició con “21st Century (Digital Boy)” con la que, paradójicamente, muchos de los presentes sacaron su teléfono para grabar, dándoles la razón. A esta siguieron, quizá, los 3 minutos con 21 segundos más emotivos de toda la noche, cuando Graffin entonó Father, can you hear me? / How have I let you down?/ I curse the day that I was born / And all the sorrow in this world, los primeros versos de “Sorrow” que anegaron los ojos e inundaron los del compa que estaba a mí lado. Una rolota que erizó la piel y nos dejó temblando tres minutos después.
“Sorrow” es una de las canciones más atípicas pero también más emotivas de Bad Religion. Desde su introducción nada punk y sí muy reggae hasta el origen de la letra compuesta por el guitarrista Brett Gurewitz, quien se inspiró en la triste historia de Job, del Antiguo Testamento, para cuestionar al dios que le entregó su más fiel creyente a Satán. La rola suena triste, y si Brett quería componer algo con un impacto emocional para los punks, lo logró dándonos tremendo mazazo en la cabeza hasta hacernos sentir que las últimas dos canciones estaban de más. Había que chillar porque no todos los días se tiene tan cerca a una institución del punk.
Antes de que se apagaran las luces, el compositor de ese rolón lanzó su púa y, si ustedes creen que las luchas más encarnizadas son por el ramo de las novias, déjenme decirles que no han visto a los metaleros trenzarse por las púas, las baquetas y las listas de canciones de sus bandas favoritas. De miedo. No hice el intento y mejor corrí al Hell Stage donde “Breaking de law” de Judas Priest puso a temblar la tierra. En ese trayecto me sentí como el protagonista de la película 1917 cuando, entre bombazos, corre esquivando soldados caídos y otros enfurecidos, a fin de atestiguar desde lejos a esos monumentos y pensar que los dioses del metal son buenos con sus fieles devotos. Luego saldría Slipknot pero ya poco importaba. Había sido un buen día.

Domingo 4 de diciembre
Llegar al último día del festival, en el que la banda estelar era Kiss en su concierto de despedida para México, fue como estar en un congreso de pinta caritas y sus miles de clientes. Era raro que alguien no trajera el rostro pintado al estilo de alguno de los miembros del legendario grupo: unos con buena calidad en su maquillaje y otros que parecían víctimas de sus amistades luego de una borrachera épica. No era para menos, había que estar ahí a como diera lugar.
Nuevamente la larga formación para ingresar al foro nos llevó a la zona semi rural de milpas muertas y a desfilar todos vestidos de negro frente a habitantes de la calle José María Morelos, quienes, entre divertidos y azorados, veían cómo una horda de bárbaros se posesionaban de sus tierras en busca de una porción de sombra en la que disimular el arrepentimiento de haberse enfundado una chamarra de cuero.
A paso lento y después de más de 40 minutos, por fin pudimos entrar al espacio. En ese momento Transmetal comenzaba a repartir madrazos en el Trve Metal Stage, y para recordar una vez más mi adolescencia, me paré a escucharlos. Su rola “México bárbaro” jamás me pareció tan contemporánea, pues la sangre y desolación, como reza su coro, siguen presentes en el paisaje nacional todos los malditos días.
En esa tercera jornada me motivaban pocas bandas: los suecos Avatar y las leyendas Anthrax, Mercyful Fate, Megadeth y Kiss. Como Avatar estaba a punto de salir, nos retiramos antes de Transmetal a fin de ser testigos del arrastre juvenil y hasta infantil que ha logrado esa agrupación sui generis de circus metal, que hace trucos y saltos de la muerte entre el metal core, el death, el gótico y hasta el power. No los conocía y quedé sorprendido por su despliegue en el escenario. No por nada estuvieron en uno de los estelares y, si no se los comen los egos y continúan en el mismo camino, no será raro verlos como headliners en un futuro.
La siguiente escala fue el escenario Modelo, donde un clásico del hard punk contestatario saldría a romper el silencio. Me refiero a los vascos Soziedad Alkholika, quienes por una hora lanzaron consignas contra políticos, el sistema y los medios de comunicación. Una gran banda pero lo mejor de ese momento fue que el destino me cruzó con Araceli, compañera de trabajo, y su amigo Édgar, un profe de telesecundaria en la lejana Huasteca Potosina, quien compartió el saldo de su pulsera a través de una sincropizza y un par de cervezas más que lograron ponerme pajito, dispuesto para que Mercyful Fate, Anthrax y Megadeth hicieran suyo mi espíritu.
Si bien me gustó ver a un clásico como Mercyful Fate, la presentación de las dos leyendas del big four gringo fue de lo mejor en el festival, aunque, extrañamente, pasaron inadvertidas para muchos medios. En un primer momento Anthrax entregó todo el furor de su trash pese a unas iniciales fallas en el sonido. Con todo, no dejaron que eso menguara la energía de cada uno de sus músicos. Jamás creí ver en vivo a Joey Belladona y Scott Ian, son unas bestias con quienes no paré de mover la cabeza mientras el profe de telesecundaria seguía suministrando cervezas. Había que aprovechar la bondad, pronto se iría a su zona preferente para atestiguar la cabalgata de Megadeth, la banda que esperaba.
Siendo team Metallica, hice de Dave Mustaine mi enemigo natural. Siempre me ha parecido un bocón y su estilo de cantar, como viejillo encolerizado, jamás me ha gustado pero esa noche, como músico, me calló la boca a guitarrazos tocando un set inolvidable y disipando mi odio. Entre Mustaine y Kiko Loureiro, otro cabronazo de la lira, hicieron que Megadeth valiera la noche y el tercer día antes de Kiss.
Mustaine y compañía ejecutaron “Prince of Darkness”, “Hangar 18”, “Dread and the Fugitive Mind”, “Angry Again”, “Soldier On!”, “Sweating Bullets”, “Trust” y las infaltables “Tornado of Souls”, “Dystopia”, “A tout le mond”, “We´ll Be Back”, “Symphony of Destruction”, “Peace Sells” para terminar con “Holy Wars… The Punishment Due”, la velocísima rola que abre su disco Rust In Peace, a fin de demolernos y demostrarnos de qué están hechos. La catarsis pura para todo fan de hueso colorado de la banda californiana, como es el caso del profe Édgar, a quien espero que sus dioses hayan recompensado por sus buenas obras para conmigo. Confieso, además, que después de esa presentación quiero una playera de Megadeth.

Foto: Alejandro Ortega Neri
A Kiss había que verlos porque ya estaba uno ahí y su espectáculo, me habían dicho los avezados en sus conciertos, era algo que se tenía que presenciar una vez en la vida, el problema es que la temperatura había descendido drásticamente y después de las 11 de la noche, cuando salieron, el termómetro castigaba con 2° grados celcius, por lo que había que hacerse bolita para que calara menos, aun y cuando la mayoría del público ya se había enfundado chamarras y boinas.
Finalmente, luego de unos minutos de espera, Gene Simmons, Paul Stanley, Eric Singer y Tommy Thayer emergieron sobre plataformas al Hell Stage y las notas de “Detroit Rock City” rompieron el hielo que se respiraba en el aire toluqueño. No pudo haber sido mejor para mí, pues esa rola tiene uno de los solos de guitarra que más me gustan de los neoyorkinos, y Thayer, majestuoso, no me decepcionó. La rola es un homenaje a los fans, a quienes había que rendirles pleitesía ante la fidelidad de estar ahí con la nariz pintada y congelada.
A esta le siguieron “Shout it out Loudy” y “Deuce”, antes de que Stanley saludara a la fanaticada mexicana. “Welcome to heaven”, dijo el frontman de la banda con una voz arrugada, para luego poner a prueba su aprendizaje del idioma local: “No hablo español muy bien pero comprendo tus sentimientos. Mi corazón es tuyo”, dijo al micrófono. Con esto la banda marcó la pauta del concierto: mucha interacción con el público y solos instrumentales que parecían eternos y hasta fastidiosos, sensación general que quedó resumida en el grito de un fan: “Ya toquen una, culeros, que tengo un chingo de frío”.
Ya no son unos jovenazos, de ahí que lo más que pudieran alargar el tiempo sin tocar era válido para ellos pero tuvieron que continuar y lo hicieron con “War Machine”, “Heave´s on Fire”, “It Loved It Loud” y “Psycho Circus” que dio paso, quizás, al momento más esperado cuando Paul Stanley voló del escenario a una de las torres de sonido para cantar desde ahí “I Was Made for Lovin’ You” que puso a las miles de almas reunidas en ese congelador a cantar al unísono el mayor éxito de Kiss. Pero eso no era todo, bebés. Para consumar la kissaventura faltaba “Rock and Roll All Nite” con la que papelitos y pelotas convirtieron el Foro Pegaso en una gran fiesta discotequera, y aunque la invitación a rockear toda la noche era atractiva, el frío calaba hasta los huesos.
Cuando se despidieron, el sonido lanzó la nostálgica “God Gave Rock and Roll…” y quienes estábamos ahí supimos que habíamos sido unos privilegiados. Luego vinieron las fotos del recuerdo con niños y viejos disfrazados como su Kiss favorito, pues si el rock se hereda de generación en generación, jamás morirá. En el Trve Metal Stage faltaba la banda rusa Slaughter to Prevail pero ya todo estaba finiquitado. El conjunto neoyorkino le había puesto el broche de oro a un fin de semana de ensueño para todo fan del rock y del metal. Yo, saboreando aún las mieles que me dejó mi benefactor etílico, caminé al camión que me traería de regreso a casa: le dije hasta pronto a ese lugar y me despedí de la lumbalgia. No cabe duda, el metal es mi medicina y ´ay guas meide for lovin you, beibe´.

Foto: Alejandro Ortega Neri