Por Jonatan Frías

En 1955, Carlos Fuentes le escribió una carta a Julio Cortázar solicitándole una colaboración para la Revista Mexicana de Literatura que él dirigía por aquel entonces. Lo que Fuentes no sabía es que esa carta sería el inicio de una amistad profunda y entrañable; no sabía que cuatro años después publicaría una novela que marcaría el inicio de uno de los periodos más fértiles y más estudiados de la literatura; no sabía que 68 años después esa carta sería el inicio del libro Las cartas del Boom.
A primera vista este libro refuerza un estereotipo muy marcado: El Boom eran cuatro y eran sólo hombres. Sí, la parte visible eran ellos, pero la nómina era más alta y más nutrida: Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, Joao Guimaraes Rosa, Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges; ellos eran, como los llamó en su título original Luis Harss: el mainstream. Y eso era apenas el principio: Clarice Lispector, Elena Garro, Nélida Piñon, Silvina Ocampo. Más acertado es pensar que este libro es el resultado de una sobremesa en donde nunca faltó el café ni los cigarros. Una sobremesa fraterna, amorosa y, sí, intempestiva. Cimas y Abismos. Una sobremesa de amigos. Un punto de encuentro, una referencia.
El Boom era sencillamente lo que Carmen Balcells quería que fuera.
Era una movida editorial.
Era un fenómeno literario.
Todas y ninguna.
Sí, fue obra de Carmen Balcells en tanto ella supo reunir y defender los intereses de sus autores. A contravuelo de todos los escritores y escritoras que antes de ellos tuvieron que vivir de dar clases o del periodismo, gracias a ella sus representados pudieron vivir de escribir. Sí, también fue una movida editorial en la que se involucraban derechos de traducciones y cinematográficos antes, incluso, de que salieran los libros, pero ninguna campaña se ha sostenido vendiendo basura. Las novelas que se escribieron entonces siguen siendo buscadas y leídas 70 años después. Sí, fue un fenómeno literario, como también lo fue tres décadas atrás el ocurrido en la lengua inglesa: Joyce, Hemingway, Faulkner, Steinbeck, Dos Pasos, Fitzgerald, Woolf; fenómeno que también fue representado e impulsado por una mujer: Sylvia Beach. Nada de esto se excluye o se contradice.
El Boom sigue despertando pasiones.
Las cartas del Boom es el registro de una época, de los intereses de cuatro de sus principales participantes, de cuatro escritores que vivieron encarnadas luchas por defender lo que creían. Es el testimonio de una búsqueda y de sus laberintos. El movimiento en sí, no duro mucho, acaso 12 años. Que estas cartas vayan muchas décadas delante de eso es la prueba misma de que la amistad era sincera y que trascendió las filiaciones personales. Si El Boom comenzó con las simpatías por el castrismo, la literatura los llevó más lejos.

La correspondencia está ordenada en términos de diálogo, preguntas y respuestas, acordes y acuerdos, gran acierto de los editores. Acierto que nos permite seguir el hilo de las conversaciones -incluso cuando la conversación se interrumpe al perderse alguna de las cartas-, cosa que hubiera resultado prácticamente ilegible de haberlas ordenado por autor. Leerlas, así, pausadamente, nos permite entrar en un diálogo sostenido, siguiendo claramente la voz de sus interlocutores a través de sus ramificaciones. Conocemos de cerca su carácter: sus intereses: Los temas son la literatura, los proyectos individuales y colectivos, la política. Si las cartas son nutridas es porque ellos nunca estaba quietos, ni física ni intelectualmente. Poco coincidían en un solo lugar y eso los llevaba a escribir, a producir decenas y decenas de cartas. Son entonces estas parte fundamental de su obra, como lo son sus novelas o sus ensayos. El mapa que recorren es extenso. Sus latitudes y sus temperaturas cambian conforme ellos cambian. Los jóvenes que escriben las primeras cartas no son los hombres que se saludan al final.
Al entrar, casi como unos voyeurs al clima del libro, asistimos en silencio, escuchando conversaciones que estaban destinadas a la vida privada. Ya instalados ahí, nos damos cuenta de todo lo que los unía: la búsqueda de una literatura que también fuera una postura y un lenguaje propio; de una identidad que no sintiera vergüenza ni complejos frente a otras literaturas.
No sólo eran amigos: eran cómplices: se leían y criticaban en privado, se apoyaban y promovían en público. Conocían las obras y las comentaban en manuscritos. Eran severos en sus críticas y sabían escuchar. Entendían el sentido de lo que implicaba formar parte de ese momento: “Master, si algo sé ya es que Europa (de los EE.UU ya lo sabía y lo hemos comentado) está abierta de par en par a la literatura latinoamericana. Tenemos, por primera vez, todo por decir, todas las maneras para decirlo y también todo el polo receptivo internacional. […] Tenemos el toro agarrado por los cuernos y no es hora de dormirse o distraerse”, le dice Carlos Fuentes a Gabriel García Márquez en una carta del 66.

Sabían lo que hacían y, más importante, sabían lo que buscaban. Trabajaron dedicada y disciplinadamente para conseguirlo. El éxito que tuvieron en lo individual y en lo colectivo, ciertamente no fue determinado por el azar.
Las anécdotas son muchas: mitos e historias. Los proyectos que no fueron sólo generan más curiosidad. “¿Qué habría sido?”, se pregunta uno constantemente. Se desmontan misterios y surgen nuevas preguntas. La riqueza de este libro lo hace desde ya indispensable para entender la obra y los procesos de cuatro de los escritores que más influyeron en la literatura del siglo XX.
El peso se recarga sobre todo en las figuras de Carlos Fuentes y Julio Cortázar; nada extraño, pues desde el inicio se nos advierte que el archivo del mexicano es de donde se toman la mayoría de las cartas. La correspondencia de Cortázar ya es conocida y la de García Márquez y Vargas Llosa está por conocerse, hasta entonces, esta es la mesa donde ellos siguen conversando. Este es el libro donde nosotros nos seguimos fascinando.