Por Jonatan Frías
La palabra del hombre
es hija de la muerte.
Hablamos porque somos
mortales: las palabras
no son signos, son años.
Al decir lo que dicen
los nombres que decimos
dicen tiempo.
Conversar es humano.
Octavio Paz

Foto: Alejandro Ortega Neri
Borges era todo intelecto, ya se sabe, y eso, como lector, lo agradezco infinitamente. Pero en ese sentido sé que yo jamás habría podido conversar o entablar algún tipo de amistad con él, por modesta que esta fuera. Borges era un hombre que hasta en la intimidad planificaba sus conversaciones. Se sentaba con Bioy o con Silvina a compartir el mate o acaso el café y se proponía un tema; por ejemplo, la obra de algún poeta islandés del siglo XIV o el uso de la metáfora en determinada literatura, y a partir de ahí seguían adelante. Esto tal vez le viniera de aquellos años de juventud en España, donde se reunía en un café con Rafael Cansinos Asséns a discutir sobre la traducción o sobre algún poema japonés.
Para mí la conversación es algo vivo, más que algo erudito (aunque estas no sean necesariamente excluyentes). La conversación por naturaleza carece de agenda. Puede comenzar en el más visitado de los lugares comunes: ¿cómo estás?, ¿cómo estuvo tu día? o ¿pudiste terminar tus pendientes? Cosas así, espontáneas, laberínticas, para que uno nunca pueda reconstruir el camino que nos llevó de ahí a una película de Wim Wenders o a un helado de yogurt en una plaza un martes de agosto.
Las conversaciones se ramifican y como el espacio, se expanden y se contraen. También, como el espacio, son infinitas. Si uno tiene la fortuna de contar con amigos que sean buenos conversadores, la conversación nunca termina, sólo se suspende para retomarse justo donde quedó a la primera oportunidad.
Juan José Arreola era un gran conversador. Uno podía preguntarle la hora y él comenzaba hablando de San Pablo y terminaba tres días después haciendo un minucioso examen sobre todos los tipos de mosquitos en el mundo, ordenados por regiones y temperaturas. Con él sí que me habría encantado sentarme a la mesa y compartir el café, el ajedrez y los cigarros, para escucharlo a pierna estirada, intercalando —como decía Borges—, algunos silencios. Una vez lo vi en Ciudad Universitaria y no me atreví a saludarlo. Lo saludo ahora cada que lo leo.
Jorge Ibargüengoitia no era un gran conversador. No en público, al menos.
El genio de la conversación no está sólo en saber decir, sino en saber escuchar. Dar pie a que la otra persona tenga voz y la tome y diga. Saber escuchar es el más alto de los dones.

Foto: Alejandro Ortega Neri
José Emilio Pacheco era de esa estirpe. Hace años, en un evento en Pueblo Quieto en el que le otorgaron un reconocimiento, asistí en calidad de paracaidista, a pesar de que sabía, más allá de cualquier duda, que mi extranjería me jugaría en contra. Era un encuentro de poetas y yo siempre he tenido la superstición de que los poetas, como las brujas, se reconocen entre sí.
José Emilio Pacheco se levantó y tomó algo de su tiempo para sentarse en las mesas en donde estaban los poetas más jóvenes que, como suele ocurrir, son las del fondo, las que están entre los baños y los garrafones de agua. No tenía prisa por hablar. Antes de eso, quería escuchar. Preguntaba sobre lo que estaban escribiendo, leyendo o sobre el significado de alguna palabra, sobre el nombre de una flor en algún idioma preciso. Le interesaba legítimamente lo que los jóvenes tenían qué decir. Quizá por eso es que su poesía jamás envejece.
Su conversación era pausada, diáfana, transparente. Cada cosa que decía era tan inteligente que daba la impresión de estar previamente ensayada. Sus apuntes eran tan precisos y tan preciosos que nos dejaba a todos en silencio, irremediablemente. Ese evento tuvo lugar en el Museo de la Ciudad y quiso saber sobre Saturnino; me preguntó un par de cosas que, por supuesto, yo desconocía. Él era tan generoso que al advertir el espanto en mi silencio, prosiguió diciendo: Como seguramente todos ustedes saben, Saturnino… y esa fue su forma de hacernos parte de un saber que, por supuesto, ninguno de nosotros poseía. Con José Emilio Pacheco tuve la fortuna de, al menos por un instante, conversar.
Dicen, quienes conocieron a Octavio Paz, que era un gran conversador. Que era muy cotidiano comenzar con un café alrededor de las siete de la noche y terminar con una mesa llena de vasos vacíos a las tres de la mañana. Con él, seguramente, mi torpeza me habría avergonzado en más de cuatro ocasiones, estoy seguro.
Si algo realmente disfruto en la vida son las conversaciones sosegadas y las que más he disfrutado se las debo a Patricia, a Carmen, a Mónica, a Mariana, a Andrea. Mujeres con quienes compartí la mesa, la cama y las madrugadas desveladas. Si algo hay inteligente en mi conversación, se lo debo a ellas.
Ahora, mientras escribo esto, en medio de una noche calurosa, con una cerveza y escoltado por mis gatos, converso contigo que quizá lees esto en tu teléfono, en medio del frío y con un café, o en una playa al pie del mar, a esa hora en que el día se niega a irse y la noche no termina de llegar: ¿qué estás leyendo?

Foto: El Reborujo Cultural