Por Citlaly Aguilar Sánchez
Una de las grandes enfermedades de nuestra generación es la ansiedad. A falta de herramientas emocionales ante traumas transmitidos de generación en generación y de aprender a somatizar las emociones, muchos y muchas somos adultos que no sabemos cómo gestionar lo que sentimos en determinadas situaciones...
De repente me veo al volante, determinada a seguir la línea recta de la carretera. Llego al lugar, aquel en el que pasé mi infancia. Recorro sus calles, con cautela, reconociendo cada calle, cada negocio, a cada familia y personaje como cuando vivía ahí. Nunca creí que necesitaría volver pero hoy lo sentí en lo ancho del pecho y como si fuera para siempre. Yo, que ni siquiera soy una conductora diestra y con la batería de mi teléfono celular en la escasez del 10 por ciento, decidí continuar con el trayecto aun con el miedo de una ponchadura, de una falla mecánica, de mi soledad y de las chelas que llevaba encima y que me impedirían, para siempre, pedir ayuda en caso de emergencia a las personas en quien más confío: papá, mamá y hermanos.

Foto: Citlaly Aguilar
Persisto, me adentro en el pueblo que me vio crecer, aquel que fue testigo de que porté los uniformes rosa, azul y guinda de las escuelas secundarias y que también supo que prefería siempre el camino más largo, el que me hacía rodear un par de calles sólo para disfrutar de avenidas arboladas, de la vista del pantano, de la avenida con menos ruido. Avanzo sobre la vía principal. Veo el negocio en el que trabajé por primera vez, sin prestaciones y a jornada completa, en el que escuché -también por primera vez- a una mujer hablar de su luna de miel y me asusté, en el que ahora veo a una de mis tías limpiar la entrada principal con orgullo pero también con fatiga.
Paso por un lado de la plaza principal, con sus ladrillos rosados, donde tantos domingos caminé en círculos en conquista del que creí mi primer amor y que, no obstante, fracasé siempre. Veo la primaria en la que escribí mis primeros cuentos y en la que también viví mis primeros acosos; en la que los niños, a quienes todos consideraban indefensos, me lastimaron de maneras que jamás podré olvidar porque me hirieron para siempre. Finalmente, llegó ahí, a mi destino: La casa de mi infancia y adolescencia donde conocí por primera vez la tristeza más profunda y, de la mano de mi madre, la necesidad de resiliencia. Me quiebro.
Quisiera arrojar piedras a las ventanas, estrujar el portón, escuchar el ladrido de Campeón, el perro que vivió en el patio y al que nunca me adapté. A esta hora infame, me parece verme llegar de la primaria o de la secundaria, apestado a sudor, saludando a mi madre, extrañando a mi hermano que se fue a estudiar a la capital y deseando que mi padre no llegué pronto. Me veo soñando con salir de ahí lo antes posible. Si me concentro, aún puedo sentir la asfixia. No puedo seguir viendo la fachada de esa casa. Acelero. Veo el bordo en el que jugué tanta veces, el mismo huizache, los mismos mezquites. La capilla en la que cursé el catecismo y en la que, a diferencia de los demás niños y niñas, nunca hice la primera comunión porque, en un arranque, mi papá nos dijo a mi hermano y a mí que Dios no existía y nunca volvimos a reponernos.

Salgo del pueblo a toda prisa. Siento que huyo de mí, de mi infancia, de todos esos recuerdos que se acumulan y hacen de mi existencia un cúmulo de pesares… Mientras me alejo, antes de llegar al arco de bienvenida y despedida del pueblo, en el estéreo de mi carro suena “Cosas del amor”, de Grupo Pegasso, canción que ahora sé estuvo incluida en un disco homónimo lanzado en 1996 -penúltimo año que pasé en ese municipio- cuando la agrupación era dirigida por Emilio Reyna... porque así son mis playlist, totalmente misceláneos.
Y entonces entiendo un poco gracias a la letra: “son cosas del amor, que te vaya bien, que te vaya mal. Son cosas del amor, que te hagan reír, que te hagan llorar”… e interminablemente lloro, pese al ritmo cumbianchero, hasta llegar a mi nueva casa en la que soy una adulta que se encarga de cuidar de la niña que una vez fui.