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¿Cuál de todos ellos no era yo?

Por Jonatan Frías

Algo hay de liberador en el acto de sentirse otro. También algo hay de desafío. Quién no ha cedido en un arrebato de profunda irresponsabilidad a la tentación de meterse en los zapatos de alguien más. De caminar por una banqueta ajena con un paso descaradamente retador. De pisar con toda alevosía el excremento del perro para que alguien se descubra, súbitamente y en medio de una cena elegante, oliendo a mierda. De romper con las formas, las hormas y hasta con las normas con total impunidad.

Foto: Alejandro Ortega Neri


Pero no se trata simplemente de ser otro en el sentido en el que lo son los actores y las actrices que, durante cierto número de líneas y actos, se permiten ser otro. Porque ese ser otro implica una suspensión, una momentánea, sí, pero suspensión al fin, del yo. No, de lo que se trata es de ser otro y ser yo al mismo tiempo, descarada e impunemente. Se trata de poner a los dos a compartir la mesa y la cama. Se trata de vivir con el vértigo de que en cualquier momento te delates y alguien grite: ese es un impostor.


Ser otro también es una forma, la mejor quizá, de llegar a ser uno mismo. ¿Cuándo podremos ser más libres que cuando no somos nosotros mismos? ¿En qué momento nuestras acciones se vuelven más ligeras, más transparentes, que cuando la moral queda suspendida por un dilema de identidad? Decir yo no fui es apenas el principio. Apenas abandonamos el nombre que nos endilgaron sin siquiera pedir nuestra opinión, empezamos a jugar con otras reglas. Flotamos sobre un tiempo distendido: nos aligeramos. Si tiramos las maletas por la ventana es para preparar el acuatizaje, para que nada estorbe nuestra caída. Entrar, por ejemplo, en una funeraria a llorarle a un muerto que no es nuestro, es algo más que una impostura: es una tentación: es despeñarse con alevosía. Es una audacia, por decir lo menos. Es decirle al mundo que no son necesarias las esposas, que podemos caminar solos al patíbulo. Suéltame, pinche chango mugroso. Ver al verdugo a los ojos y decirle: ¿Qué estás esperando, pinche chango nalgas meadas? Jálele, que al cabo no soy yo el que se queda en el cadalso. La muerte sin duda es agarrar un segundo aire. Un poco de sangre en la boca tiene su encanto. Te recuerda por principio que estás vivo. Te recuerda que has vivido, así sea en la piel del otro.


Tom Ripley, el famoso personaje de Patricia Highsmith, lo sabe mejor que nadie. ¿Quieres saber de qué eres capaz? Cambia tu nombre, tu ropa y tu código moral y verás, verás. Tom Ripley hizo de la impostura una estratagema, una forma de enfrentar y evadir el mundo y sus consecuencias. Cometer un crimen metido en los calzones de otro facilita todo a la hora de decir: Se lo juro, señor juez, ese no era yo.


Los escritores somos todos unos impostores, los más grandes de todos. Intervenimos todos los días la realidad. Agregamos matices, temperaturas, estados de ánimo. Obligamos a los personajes a hacer y a decir según nuestra torcida voluntad y todo para que a la hora de la hora uno tenga la ruta de escape liberada: No, yo no fui el que dijo eso, eso lo dijo el personaje. Transitamos ciudades y modificamos su geografía, sumamos esquinas, cafés, burdeles, hospitales, banquetas, semáforos, gatos y tumbas y tumbas y tumbas. En suma, construimos laberintos cuya única posible solución está en nuestras manos.

Foto: Alejandro Ortega Neri


Nos escapamos por la ventana apenas escuchamos al marido entrar en la cochera. Corremos en círculos, nos ponemos con dificultad el pantalón sin siquiera abotonarlo, dónde mierda quedaron los calzones, olvidamos la camisa y el zapato izquierdo. Todo para que sea más creíble cuando le plantemos nuestra cara de perro abandonado en la lluvia: Te lo juro, esa noche yo no estaba ahí. No es mío ese zapato que quedó debajo de la cama, detrás de la pata más lejana, no fui yo quien le dio esa mordida en la nalga izquierdo a tu mujer.


Luego están los otros. Los que sienten culpa. Los que sienten que usurpan un lugar que no se merecen. Incluso un médico elegante, del que su madre no dejará nunca de estar lo suficientemente orgullosa, encontró un término apropiado: Síndrome del impostor. Aquel que en un arrebato de honradez siente culpa de algo que hizo mientras no era él, no es impostor, es un cobarde. Los impostores, los que hacemos de la mentira y del disfraz nuestra tarjeta de presentación, no sentimos ni vergüenza. Buscamos que nos atrapen, que nos descubran, que nos echen abajo nuestro teatrito de mentiras. Nos encanta que nos digan: señor, nos tiene que acompañar, mientras las luces azules y rojas prenden y se apagan.


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