Por Arlett Cancino

Las mil y una noches lleva ya varios meses sobre esa mesita de madera que está junto a mi cama, persiste al lado de mi foto de niña, de una lapicera y un portavasos; a veces al libro lo acompañan otros o lo acoge el vapor de una taza de té. Adquirí la edición de Austral, con su pasta azul y llena de lámparas de aceite, es una edición bella y bien cuidada; cuando la compré el objetivo era otro, que se convirtiera en las primeras lecturas para un bebé, pero las cosas nunca salen como uno las espera. Aún permanece, pero ahora su lectura es para tranquilizar a la niña asustadiza que bulle en mi interior como una tormenta que anuncia un huracán.
Pueden pasar semanas sin que abra el libro. Se llena de polvo, justo como esas lámparas viejas en las que habitan los genios de los que habla, sin embargo, también del mismo modo, cuando lo desempolvo y acarició su cubierta, a la habitación la invade un tufo de maravillas arabescas. Con ello, la ansiedad de esa niña revoltosa se sosiega, la siento escuchar atenta las historias, abre su boca pequeña cuando algo inesperado pasa, ¡y vaya que pasan cosas inesperadas! O se emociona al oír las historias de las mujeres que habitan en las páginas, porque el libro está plagado de fortaleza femenina.

El rey Shahrayar quiere acabar con la perfidia de las mujeres, luego de que su esposa le es infiel con su esclavo Masud, así que cada noche posee a una doncella y al amanecer la asesina. La selección de las jóvenes queda a cargo de su visir, pero pronto el pobre hombre se encuentra muy preocupado porque ya son pocas las doncellas que quedan en el reino. Al ver la aflicción de su padre, su hija mayor le propone cómo salir del enredo. Su nombre es Shahrasad, quien, junto con su hermana Dinasard, consigue intrigar al rey con las historias que le cuenta, así que la deja vivir un día más para que durante la noche continúe con su narración.
A primera vista, cuando uno inicia el libro, pareciera que las mujeres que ahí se describen son inmorales pues no pierden oportunidad para engañar a los hombres, y sí hay mucho de eso: mujeres que mienten y timan a sus esposos, que dan rienda a sus pasiones y deseos, que eligen la acción en vez de la pasividad de una esposa que espera a que su marido llegue luego de sus largos viajes. Sin embargo, ¿por qué cuestionar su determinación para regir su propio destino?
Todas las mujeres de las que Shahrasad le habla al rey son activas: mujeres genios que transforman la vida de hombres honrados, ogras astutas que buscan alimentar a sus crías, solteras que ven el inconveniente en un matrimonio desigual y prefieren ser independientes, hechiceras que con sus poderes cambian su condición y la de otros. Por ejemplo, entre esas últimas está Sitalhusun, una joven bruja que aprendió las artes de la magia de la aya que la cuidó de niña y le enseñó todo lo que sabía. Gracias a eso, Sitalhusun ayuda a un joven noble convertido en mono. Se metamorfosea en animales diversos en una lucha sin cuartel contra el demonio que hechizó al joven. Lo enfrenta de manera valerosa hasta vencerlo, aunque muere en la lucha.

Así, de las mil noches van setenta y nueve, setenta y nueve noches que Shahrasad embelesa al rey con sus palabras y salva su vida. Son menos las que con la lectura de este libro yo he reconfortado a mi niña interior en días pesados y abrumadores; en las que ella hace consciencia de los que necesita para apaciguar sus nubes grises y valora todo lo que hemos conseguido ya. Ambas nos identificamos con esas mujeres que, incluso en las circunstancias más adversas, tienen la determinación de elegirse, negando un destino que no les satisface o que las encadena, incluso si eso implica una venganza atroz contra su captor o la infidelidad a un marido impuesto al que no aman.
La lectura debe servir para eso, si es que le damos una finalidad a la literatura, para reflejarnos y confrontarnos con nosotros mismos, pero esto sólo se logra si reconocemos otras interpretaciones, en este caso, si vemos más allá de la perfidia femenina que el rey Shahrayar quiere exterminar e identificamos que la mujer tiene el mismo deseo de transcendencia que por siglos ha sido un derecho exclusivo de los hombres.
