Por Arlett Cancino
La evidencia de nuestro ser es un viejo y conocido déjà vu que se presenta en escasos momentos a lo largo de la vida. A veces aparece en el arcoíris de un llano que escampa a medias, en el reflejo que nos devuelven los ojos de quien amamos o en el rostro de un amigo moribundo. Ahí estamos de frente, queriendo asir esa certeza, buscamos mantener su ingravidez y totalidad; ser permanentemente a través de esa emoción de darnos cuenta. Mas se resbala, pez entre las manos ansiosas de un niño, y sólo nos queda un atisbo de la sensación que flota rápido entre las paredes de nuestro sistema.

La evidencia de un poema que nos impresiona es igual. En él reconocemos aquello propio que somos incapaces de nombrar, porque el código atávico de nuestro origen se nos escapa y luego, ya humanos, preferimos ignorarlo. En el poema encontramos de nuevo ese pez gordo que viene de allí, de la inmensidad líquida y primigenia que es el universo.
El significado de quienes somos habita entre las líneas del poema y vamos de la enormidad del caos de nuestros actos a la pequeñez nuestras afirmaciones. Con la mirada del poeta atisbamos ese pez huidizo y junto a él estamos de nuevo ligeros, flotantes, ínfimos: “existiremos, tan pequeños como un poco de polen en la turba / como un poco de virus en los huesos, tal vez como peste en el agua”.
Inger Christensen ve con la rareza del sabio el mundo que habitamos y entonces nos lo muestra frío, yermo, vivo. Da evidencias del ser, asusta el entendimiento, luego lo vivifica con la imagen poética:
a veces ocurre
cuando se ha derretido la nieve
que todo lo que ella ocultaba
sale a la luz de forma que el alma es visible
igual que cuando la muerte
no se hace realmente visible
hasta que alguien contemple el regalo
que el muerto se llevó con él a la tumba

El rastro de la muerte es la evidencia escondida bajo las escamas de este cuerpo que habitamos un tiempo y que llenamos de pequeñas cosas sin importancia que expelen, no obstante, la trascendencia intrínseca de todo ser vivo.
no contiene
más que una moneda
un dedal de plata
un diente y un frasquito vacío
pero cuando
lo abres su perfume
lo llena todo
como el sol a medianoche
Sólo ahí, en presencia de ese viejo y conocido déjà vu, nos parecemos realmente a nosotros mismos. Ahí en la muerte, en nuestro amor por los otros y en la luminosidad colorida del mundo conseguimos dejar evidencia, leve certeza de la sencillez con que la belleza se nos presenta.
la vida, el aire que respiramos existe
una levedad en todo, una semejanza en todo,
una ecuación, una declaración abierta y móvil
en todo, y mientras árbol tras árbol estallan en espuma
en este verano temprano, una pasión, pasión
en todo, como si hubiese para el juego del aire
con el maná que cae un sencillo boceto,
sencillo como cuando la felicidad tienen montones de comida
y la desgracia nada, sencillo como cuando la nostalgia
tiene un montón de caminos y el sufrimiento ninguno
sencillo como el sagrado loto es sencillo
porque es comestible, un dibujo tan sencillo
como cuando la risa dibuja tu rostro en el aire
La poeta atrapa al pez, lo mantiene un segundo en la metáfora; con atentos ojos infantes, nosotros observamos cómo se remueve en sus manos, ella lo apacigua y nos lo ofrece, si somos atrevidos, lo rozamos con nuestra alma temerosa para luego dejarlo escapar inmersos ya en su efímera evidencia.

Inger Christensen es una poeta danesa, eterna candidata al Nobel, cuya producción ha sido catalogada de experimental, pues en ella combina el lenguaje matemático con el poético. Los poemas aquí reflexionados provienen de Alfabeto, obra escrita en 1981 y publicada en español apenas en 2014 por Sexto Piso. En ella, la autora conjuga la secuencia del alfabeto, de la “a” a la “n” con la secuencia de números de Fibonacci.
Alfabeto. Inger Christensen. Traducción de Francisco J. Uriz. Sexto Piso. Madrid, 2014. 185 páginas.