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Desarraigo

Por Arlett Cancino


Antes de la Guerra de Troya los días se tocaban con la punta de los dedos y yo los caminaba con facilidad. El cielo era tangible. Nada escapaba de mi mano y yo formaba parte de este mundo. Eva y yo éramos una.

Elena Garro


¿Cómo cobramos consciencia de ser nosotros mismos distintos a los demás? Me gustaría recordar el momento en el que me di cuenta de mi existencia separada de los otros, revivir la sensación de ser alguien que se distancia de las demás cosas y personas, mientras adquiero el primer esbozo de mi identidad. Lo imagino como el temor a caer, el miedo que siento de precipitarme desde un puente: sin amarras, en caída libre, con el peso de todo mi cuerpo llevándome hasta el fondo.


Hago el esfuerzo, pero no consigo recuperar lo sucedido en ese instante, es más, ni siquiera sé si fue sólo un momento o un proceso doloroso y lento como dicen que es el crecimiento de los huesos. No obstante, la literatura está para recuperarnos sensaciones añejas perdidas en los largos pasillos de nuestra existencia; cuando hallamos en la lectura algo que sin saber estamos buscando, la mente se expande como un globo que luego se revienta y deviene en un descanso epifánico.


El remanso sobre este cuestionamiento provino del cuento “Antes de la guerra de Troya” de Elena Garro. El sentido de esta historia se clavó en mi memoria de manera instantánea e imperecedera, recobré a la pequeña yo dándose cuenta de ser alguien a lado de las protagonistas del cuento. Leli y Eva son dos niñas que experimentan su individuación a través de la lectura.


En la historia, Leli describe su profunda conexión con su hermana Eva. Antes de que la guerra de Troya aparezca en sus vidas, su existencia transcurre como una prolongación de su hermana y viceversa; perciben su entorno como si fuera parte de ellas mismas. Ambas niñas son, de este modo, un todo indiferenciado y asen el mundo como un solo organismo en el que ellas se incluyen. Representan la maravillosa incoherencia de la infancia, en la que la principal característica del universo es su indefinición; por eso juegan a deconstruir el lenguaje, desintegran el sentido de las palabras que se deshacen al no significar la verdadera naturaleza de las cosas o se imaginan dentro de una amplia arboleda al mirar los ojos verdes de su padre.


Así pasean por los patios de su casa, conviviendo con los otros: sus padres, vecinos y empleados, sin saberlos distintos a sí mismas. La situación cambia cuando leen la Iliada, el libro que le roban a su madre. Leli deja de mezclarse con el entorno y con su hermana cuando toma partido por Héctor y los troyanos, mientras que lo mismo le pasa a Eva al apoyar a Aquiles y los aqueos. Esta decisión marca una divergencia clara de personalidad, se dan cuenta de su singularidad como entes separados:

"Y me miró. Antes nunca me había mirado. Yo la miré. Estaba a horcajadas sobre la rama del árbol, como otra persona que no fuera yo misma. Me sorprendieron sus cabellos, su voz y sus ojos. Era otra. Sentí vértigo."


A partir de aquí, el mundo de las dos niñas adquiere una definición específica, el cordón se rompe y ellas se hallan en un mundo extranjero, dividido y peligroso. Comienzan a ser “yo” y “tú”, a darse cuenta de la existencia separada de cada una y a sentir el peso de la libertad que eso implica. Despiertan su consciencia a través de la divergencia de opinión, desde este momento el conjunto al que pertenecían se separa en elementos extraños y hostiles con los que Leli debe lidiar de alguna manera, porque, así como ella los desconoce, todo su entorno parece también desconocerla y confrontarla.


Entonces la individuación, y la libertad que conlleva, se muestra en con su peor cara, la de la soledad y el miedo que produce; aparece el deseo constante de pertenecer y reafirmarse de alguna manera a través de aceptación del otro. Leli lo busca en el cariño de aquellos a los que ya concibe como los demás aparte de ella.

Eva y yo nos mirábamos las manos, los pies, los cabellos, tan encerrados en ellos mismos, tan lejos de nosotros. Era increíble que mi mano fuera yo, se movía como si fuera ella misma. […] Perdíamos cuerpo y el mundo había perdido cuerpo. Por eso nos amábamos, con el amor desesperado de los fantasmas. Y no había solución. Antes de la Guerra de Troya fuimos dos en una, no amábamos, sólo estábamos, sin saber bien a bien en dónde.


Siempre me ha maravillado la idea del desprendimiento de nuestros vínculos primarios, la ruptura de ese cordón umbilical que nos conecta con el mundo exterior, dotándonos, cuando somos niños, de un sentido de pertenencia. En algún momento de nuestra existencia nos desarraigamos de la ignorancia de nuestro mundo infantil y, a partir de ahí, sufrimos de angustia porque nos reconocemos como ajenos a lo y los demás. Una vez desprendidos de esa conexión primaria, tenemos en nuestras manos la gran tarea de orientar esa libertad para conseguir nuevamente la seguridad perdida, pero a través de la definición de una identidad propia.


Todo este proceso no deja de parecerme triste y un tanto deprimente porque sé que Leli no querría abandonar la maravillosa conexión con su hermana, porque yo tampoco querría abandonar mi sentido de unión al todo por esta incertidumbre constante; sin embargo, también se me antoja como un momento de esplendor total en el que darse cuenta de nuestro ser implica el reconocimiento de la belleza en todo lo que nos rodea, algo similar a lo que ocurre cuando nos revelamos en lo que leemos y recuperamos un poco de lo que hemos sido.


Erich Fromm explica de mejor manera el proceso de individuación del ser humano y da solución para sobrellevar la angustia que genera en su libro El miedo a la libertad.

El cuento aquí citado proviene de la antología de La semana de colores de Elena Garro, editada por Porrúa en 2006.

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