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Dolores Castro, la niña sabia

Por Arlett Cancino


Detrás de la mirada del poeta está la singularidad de la vida que se nos escapa entre la rutina diaria, y que sólo recuperamos en las epifanías que evoca una metáfora. El poeta transfigura sus emociones en las nuestras y juntos las vivenciamos sin darnos cuenta. Hay poetas con quienes la identificación es sencilla porque nos explota en el corazón la certeza de la cercanía; entonces lo irrelevante, anodino e insípido de la vida no lo es más, y bajo la estela de la imagen poética terminamos por reconocernos únicos e imperecederos.


Leer a Dolores Castro es el encuentro con una indagación compartida, la de la poeta que se busca y la de nosotros que descubrimos en sus versos que también nos buscamos. A su lado reafirmamos la presencia de los temas simples de la vida, pero complicados de asir por su naturaleza constante en nuestra existencia. En sus poemas, las cenizas de la muerte se convierten en musgo que reverdece en ciclos eternos, pájaros de Dios, que una vez caídos, sólo les queda cumplir con su única misión de vida: morir.


Ha gastado la lluvia mis angulosos bordes,

mis huesos han bebido de las constelaciones

habito como musgo en las manos del tiempo

y siento mi ceniza que se desprende y cae.


Entonces lo vivido nos convierte en una caja resonante que guarda preguntas, así estamos todos deambulando a solas entre la multitud, entre edificios y jaulas de oro, sin atrevernos a preguntar lo que se nos columpia en la punta de la lengua: ¿Por qué y para qué?


No es una sola muerte,

es la muerte con mil

máscaras distintas:


a la vuelta del día,

en lo mejor de la noche,

a la mitad de la vida.

Mi mano tiene muerte,

el polvo de sus alas entre mis dedos

me recuerda que está viva.

La respuesta sigue siendo el morir y la vida es ese “mientras” que rumiamos al recordar el pasado, un tiempo que nunca nos merece la atención presente porque siempre nos evocamos siendo felices allá de aquel lado.


Mi madre espera en estos días que son tan sin sabor,

tan sin sorpresa.

Come menos que un pájaro

de pronto reclina sobre su propio pecho la cabezay duerme, todavía cuando duerme sueña con su madre,

con sus hijos y su casa entera

y todo brilla como nuevo en su memoria.


Mi madre sueña también mientras está despierta,

y al alargar las manos hacia el jardín

ya sólo guarda un puñado de aire

que aún apresa.

Para Dolores Castro la muerte es el destino esencial de la vida. Y todas las indagaciones por hallarle otro significado a este impase son una pérdida de tiempo; por eso es que en su obra la muerte es compañía, se pasea entre sus versos como una amiga que conocemos bien, aunque aún no le veamos la cara. Ayuda a la poeta a contrastar todo aquello que nos sucede mientras vivimos, es la sal que potencia la imagen de las sensaciones humanas.


Así que para calificar su obra no caben adjetivos pesimistas, aunque en ella hay desesperanza, desasosiego, soledad, incertidumbre, dolor e ira; es su modo de hablarnos sincero de esas desgracias lo que nos permite llorarlas y abrazarlas como viejas compañeras con las que compartimos y crecemos.

Inconmensurable y mínima

tiñe de sobra el filo del abismo

la desgracia.


Con un pie en el absurdo

y su cara de tonta

pasa y no pasa.


Quieta en la oscuridad, agazapada

no pretende la muerte de la víctima

sólo acosarla.


Dolores Castro fue siempre una niña sabia, cuya inocencia desentraña los misterios más preocupantes del ser humano; a ella se ofrecen tímidos y ella nos los muestra domesticados. No dejan de dolernos, ni dejan de herir a la poeta, mas la experiencia de ese dolor lleva intrínseco el conocimiento de nosotros mismos.


Por eso me la imagino abriendo las puertas a lo desconocido tan conocido por ella en sus indagaciones poéticas, con una sonrisa franca de quien al fin entendió cómo vivir el presente sin el temor que supone su partida. Me la imagino, pues, transfigurándose en el musgo, en la tórtola gris o en los ayes del aire; iluminada y espléndida.


Siempre se teme ante una puerta abierta

así conduzca a la felicidad.

Hoy, ávida de sol, hacia el jardín

entreabro la puerta.


Divido sombra y luz

filtro temores

y me detengo en el umbral

[…]


Yo siento un resquemor

y tras la última mirada hacia la luz

pulso la sombra mientras

cierro la puerta.


La muerte de Dolores Castro nos sorprendió el pasado 30 de marzo. Nos queda la resuelta inocencia de sus versos. Los aquí citados son: “El corazón transfigurado”, “Qué es lo vivido”, “Refugio”, “Inconmensurable y mínima” y “Puerta entreabierta”, en orden de aparición; todos en Viento quebrado: poesía reunida.





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