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El amor por los libros

Por Jonatan Frías


De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación, escribió Borges, y pocas personas hay que hayan hecho de esto un testimonio y un testamento. Uno de ellos es Jorge Herralde.


Herralde es uno de esos editores a los que —lo sepamos o no— le debemos mucho. Sencillamente no puedo imaginar ninguna biblioteca personal o pública, escueta o desbordada, que no tenga al menos un libro de Anagrama, esa editorial que a tantos lectores ha formado —y a tantos escritores también. Esa editorial que enriqueció y sigue enriqueciendo nuestra cultura. Ni siquiera puedo recordar a cuántos escritores y escritoras maravillosas he descubierto por ellos.


Los papeles de Herralde. Una historia de Anagrama 1968-2000, de Jordi Gracia es un libro inteligente, profundo, tremendamente interesante. Decir que es una recopilación epistolar es no decir mucho o decir algo de forma equívoca, que acaso sea peor. Sí, contiene cartas perfectamente seleccionadas y cuidadas para contar una historia: la de un hombre y sus sueños. Pero no se limita a eso. A lo largo de sus seis partes y sus dos epílogos, Gracia hace la voz de un narrador omnisciente que nunca esconde su admiración por el personaje que retrata, pero que también sabe ser justo con él.


Como buen cuento de hadas, todo comienza con una bruja. Esa bruja en esta historia es Franco y la censura. Los primeros años Anagrama (aún sin nombre) luchaba por ser una editorial que diera voz crítica a los españoles. Los esfuerzos iban dirigidos a publicar ensayos de orden filosófico, sociológico y antropológico. Querían ser, desde su trinchera cultural, la resistencia viva ante un gobierno de ideas cortas y armas largas.­


No fueron pocas las adversidades que sufrieron, ni tampoco fueron pocas las pérdidas. El camino estaba zanjado por las desavenencias, por las imposiciones, por las imposturas, por las arbitrariedades del tirano, no por el destino. Pese a todo, la voluntad de Herralde no cesó jamás en sus esfuerzos por alcanzar la libertad editorial, la independencia, por mostrar que había otros caminos, otras voces, otras ideas, en suma, otras formas de escribir, de leer y de pensar.


En una editorial el catálogo manda. Lo primero que se elige es el catálogo. A partir de él se crea la identidad. El catálogo es la cerca que define y defiende. Esto lo tenía muy claro yo cuando comencé a construir Exmáquina con Judith Navarro y todo lo aprendí de Herralde. Conforme el catálogo de Anagrama se fue nutriendo de nombres importantes, pero, por encima de todo, de obras importantes, fueron más y más los autores que se acercan a él en busca de un sello, un respaldo y una sensación de legitimidad. ¿Publicar con Anagrama no es el sueño de todos los escritores? Por eso se vuelve difícil, pero imprescindible, aprender a decir no. Porque la amistad, y Herralde es un hombre que sabe ser amigo, es fácil de confundir.


No son pocos los escritores que uno admira, quiere y lee, que desfilan por este libro. Poder mirar con los ojos de un voyeur perpetuamente insatisfecho la intimidad de estas relaciones, las confidencias, la tremenda gratitud, es un privilegio. Ver cómo se gestaron las obras que nos formaron como lectores, las disputas, en su mayoría amables, y las traiciones, los adioses dolorosos. Los papeles de Herralde, bien pueden leerse como una novela hermosa en donde el personaje principal es una editorial, pero es, antes que eso, un homenaje merecido al amor que sintió un hombre por los libros y por las palabras.


Están los premios, los ganadores, los viajes, las cenas trasnochadas, las charlas a pierna estirada, los estira y afloja por los contratos, las luchas desiguales con los gigantes de la industria, cuando Anagrama era apenas una pequeña editorial catalana. Enumerar aquí a todos los actores y testigos sería un ejercicio ocioso.


El mundo de la edición es hermoso, pero exigente. Si un libro, por las razones que sean, logra algún éxito, es mérito incondicional del autor. Si fracasa, así mismo por las razones que sean, es culpa de un editor que no supo ver. Eso es lo primero que se aprende. También se aprende que el trabajo editorial es silencioso y anónimo. De Herralde (y de Mario Muchnik) he aprendido a aceptar que no hay editor que no haya alcanzado el éxito con algún libro y que eso pasará, como también he aprendido que no hay editor que no haya fracasado con algún libro y sí, que eso también pasará.


Que el nombre de Jorge Herralde sea tan conocido, es una hermosa anomalía, que no hace sino (de)mostrar el tremendo cariño que le tienen sus autores y los innumerables lectores de los libros que publica.


Desde mi escritorio de editor, sí, pero sobre todo desde mi sillón donde no soy otra cosa que un lector agradecido y curioso, devoro este libro de tapas verdes, el número 43 de su colección Biblioteca de la memoria, y trato de aprender del tremendo magisterio de perseverancia, ética profesional y respeto por la literatura y la lengua, de Jorge Herralde. En su enorme trabajo logro reconocer que el amor por la verdadera literatura, por esa que se esfuerza por ser algo más que un mero entretenimiento, por esa literatura que compromete en un mismo impulso al autor y al lector, recompensa cada uno de los desvelos revisando galeras. Esa literatura que subrayamos, que anotamos, con la que discutimos, que domina nuestros post y nuestros twitts, esa que nos impulsa, de pronto, a tomar un papel, una libreta, una computadora y escribir. Esa es la literatura que permanece y que en Anagrama siempre ha encontrado un hogar, más que una editorial.

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