Por Jonatan Frías

Foto: Alejandro Ortega Neri
Cuando tenía 25 años ya era aficionado al polvo que se acumula en las librerías de viejo. Pasaba gran parte de mis días ahí. Tenía una rutina. Los martes pasaba rápido porque realmente iba al café La Mandrágora que estaba enfrente; los jueves me quedaba un poco más tarde porque me gustaba esperar a que abrieran un bar que quedaba a una cuadra, La Habitación, pero los viernes los dedicaba a la librería Bibliofilia. Ahí solíamos ir a jugar ajedrez un grupo variopinto de personas: estudiantes de historia, fotógrafos, químicos, actores de teatro y yo, que entonces era estudiante de filosofía. Nos quedábamos hasta tarde y de ahí solíamos seguir a otro lado.
La paciencia que nos tenía el dueño era de no creerse. Nos turnábamos para las partidas entre tanto los demás encargábamos tazas de café y estábamos todos ahí amontonados. Muchas veces llegaba algún cliente preguntando por un libro y lo que seguía era un debate entre quienes creíamos que ese libro en particular no valía la pena y mejor le acercábamos otras dos o tres opciones y quienes creían que sí valía la pena y acercaban dos o tres libros que seguían la ruta del tema.
Fueron años felices.
En esa librería he comprado una gran parte de los libros que conviven conmigo y, más valioso aún, un par de los amigos que hice ahí siguen a mi lado. En aquellos años, entre tantos, pude comprar a un precio más que justo una hermosa edición en dos tomos de los cuentos completos de William Faulkner, de Seix Barral. Una edición bien cuidada que, apenas pagué, me apresuré a firmar con mi exlibris de aquellos años que no era otra cosa que un pequeño dibujo muy parecido a los autorretratos de John Lennon, mi nombre debajo y la firma. Sólo eso. Los leí en poco tiempo.

Fueron en aquellos años en los que me formé como lector -y como admirador del cine-. Leía casi todo lo que caía en mis manos y de alguna manera encontraba tiempo para ver un par de películas diarias. Desde entonces esa es mi rutina: Libros y Películas. Tuve la hermosa fortuna de contar con amigos que en aquellos años ya eran lectores y contaban en casa con bibliotecas más bien modestas pero bien escogidas. Por uno de ellos, de mis amigos, conocí a Borges, a Lovecraft, a Hemingway y, sí, a Faulkner. Me había prestado un par de novelas: Mientras agonizo y El sonido y la Furia. Los títulos de los libros de Faulkner cimbran: estremecen.
Así que estaba feliz de comenzar a tener mis propios libros de este milagro de escritor. Ya tenía por mi cuenta un par, pero faltaban más: más. Esos libros eran casi sagrados para mí. Por esos días ya la única edición de los cuentos que se podía encontrar es la que había editado Alfaguara en un solo tomo. La mía entonces era especial.
Nunca sabré si fue algún tipo en alguna fiesta o alguna exnovia furiosa la que tomó la iniciativa de llevarse el primero de los tomos de mi casa. Ha saber cuánto habrá pasado entre que lo tomaron y yo me di cuenta. No debió ser demasiado, eso sí. Igualmente lo lamenté: ¿Por qué carajos no se llevaron los dos? ¿Qué haría ahora con esa obra mutilada?
En vano agoté a lo largo de 10 años toda librería de viejo que encontré. Fueron muchas las ciudades que visité y, apenas llegaba, preguntaba por sus librerías. Pero 10 años son demasiados. Un día simplemente dejé de preguntar y me conformé con, de tanto en tanto, echar un ojo entre los libreros empolvados.
Hoy, con tantas páginas dedicadas a los libros, sería relativamente sencillo dar con el tomo y todo se limitaría al precio. Entonces, evidentemente, la cosa era distinta.
Luego de muchas vueltas regresé a aquella librería de mi juventud ya con 35 años. Necesitaba trabajo y me lo dieron. Dediqué muchas de mis mejores horas a estar ahí. Me encargaba de todo. Del acomodo, del cuidado, de la atención y, sí, de las compras.
Una tarde de agosto tan gris que ni siquiera tenía importancia, se acercaron un par de chicas, no debía de tener más de 19 años, una, y 20, la otra. Hermanas. Llevaban algunas cajas de libros a vender. Ese día había sido particularmente duro y no había ventas, así que tenía poco dinero en caja. Las interrumpí apenas pusieron un pie dentro. No tengo dinero para comprar ahora, les dije desanimado. No te preocupes, danos lo que sea. Eran los libros de mi abuelo. Murió y en casa ya no caben. No queremos que vayan a dar a la basura. Pagué 200 pesos por las cajas. No fue sino en la segunda donde encontré, así, como si fuera cualquier cosa, el ejemplar que había buscado durante una década entera. Lo tomé con la incredulidad de quien asegura ver a la virgen en el moho de un pan o en la mancha de aceite en el piso. Por un momento creí que se me caería de las manos. Lo abrí con cuidado buscando alguna seña del dueño del libro. Lo que encontré aún me parece increíble. Si no es porque descansa en mi librero junto al otro tomo desde entonces, no lo creería. Era mi libro. Era mi ejemplar. Pensé en Borges y en los laberintos. Cuántos caminos cruzó ese libro para llegar a mis manos apenas hojeado. Aún conservaba no sólo mi firma, mi exlibris, sino todos mis subrayados.
Había que ser Borges entonces para que esta historia estuviera bien escrita, que es lo menos que se merece, pero tristemente sólo la puedo contar yo.

Foto: Alejandro Ortega Neri