Por Jonatan Frías
Durante muchos años yo también pensé que jamás sería capaz de leer cómodamente en PDF. Decía, como tantos, que no, que así no sabía igual, que en físico era siempre mejor. Pero los libros poco a poco se han ido convirtiendo en artículos de lujo. Tener una modesta pero bien puesta biblioteca en casa es de lo más costoso. Por otro lado, no es ni discutible lo sencillo que resulta trae 4 mil libros, todos de gran calidad, en un dispositivo, frente a cuatro en la mochila, eso sin meternos en el espacio: el de los primeros es virtual, el otro es casi imposible. Hoy podemos hacer anotaciones, subrayados y prácticamente cualquier cosa sobre esos libros como lo haríamos sobre el papel. Me cuido de llamarlos libros porque es lo que son y no meros archivos.

Hace 20 años, cuando estudiaba Filosofía, me enfrenté más o menos al mismo dilema. Cierto, entonces los libros no eran tan caros, pero como estudiante la mayoría de las veces apenas alcanzaba para comer o para una cerveza, ya no digamos para comprar los libros de Isaiah Berlin o Walter Benjamin, sin contar que tampoco existía Amazon y conseguir los libros en una ciudad pequeña como la mía resultaba imposible, por decir lo menos.
Pero todos teníamos alguna biblioteca pública cerca en la que no sólo podíamos encontrar el título buscado, sino la edición deseada. Había también siempre o casi siempre una señora atenta encargada de las fotocopias. A ella acudíamos todos para fotocopiar algún capítulo de algún libro que urgía para la lectura de alguna materia. Así, capítulo a capítulo, fui fotocopiando libros enteros que de otra forma jamás habría podido leer y tener. Aún hoy la mayor parte de los libros de Filosofía, Historia o Psicología que tengo en casa son fotocopiados.
Luego, cuando pude comprarlos, lo hice, pero no pude deshacerme de esos engargolados por apego, por aprecio, y porque ahí estaban todos mis subrayados y todas mis anotaciones.

No importa si leemos sobre arcilla, piedra, piel o madera, no importa si leemos sobre papel o sobre una pantalla, la lectura es un proceso mental, un acto casi esquizofrénico en el que, apenas empezamos a leer, aparece en nuestra cabeza una voz que no es la nuestra y nos cuenta cosas. Siembra ideas e historias que se ramifican y que nosotros contamos luego.
Hasta ahora la lectura ha estado tiranizada por los ojos. Hay quien afirma que sólo quien lee con la vista puede decir que ha leído. Desprecian así a quien lee con el tacto, con las manos. Olvidan también que las primeras historias que leímos, lo hicimos con los oídos. Ya fuera en un pasado remoto alrededor de una fogata donde nos contaron historias sobre las estrellas o a los pies de la abuela que nos revelaba el mundo. Los descendientes naturales de los libros deberían ser entonces los audiolibros, formato en que, confieso apenado, sé que nunca podré leer.
La voz que sale de ahí no es la voz que surge en mi cabeza, la de la abuela o la del autor. Es la voz entrenada de un lector profesional que me parece siempre falsa, siempre artificio. No me pasa lo mismo con los discos que graban los autores y que son acompañados de comentarios, como los de Cortázar, que lo hacen sentir a uno en la sala de la casa junto al fuego con el whisky y los cigarros a la mano, aunque en la casa de uno no haya fuego, ni whisky ni tabaco; escucharlo contarnos un cuento y el cómo es que lo escribió o escogió. Esas lecturas sí que me resultan insustituibles porque no son lecturas, son conversaciones.
Por eso celebré tan animosamente el Nobel de Bob Dylan. No sólo porque lo admiro y sigo con religiosidad, sino porque al fin, pensé, habrá ahí un montón de audiolibros maravillosos que no me daría ninguna molestia ponerme escuchar.
