Por Jonatan Frías

Foto: Jonatan Frías
Siempre me pasa lo mismo cuando intento escribir algo sobre David Huerta. Apenas entro en alguno de sus libros, en Incurable sobre todo, y ya me siento rebasado, abrumado, envuelto en su caudal de palabras. La forma serpenteante de su lenguaje/artificio, que fluye sobre el tiempo como un río de miradas, me hace avanzar y retroceder con un asombro de niño que recién descubre el mundo: las aves, los reptiles, las modestas hormigas; las montañas, los abismos, la turbulencia de los volcanes; las constelaciones, los límites de la imaginación, la colisión de las estrellas; los nenúfares, los interminables tulipanes, la voluptuosidad de la selva; la mujer, la saliva encarnada, la palabra deseo.
David Huerta es un poeta de alcances inauditos. Es un milagro que haya un poeta así en nuestra lengua, en cualquier lengua.
Octavio Paz dice en La llama doble que la poesía es una erótica verbal. La poesía es el lugar de la comunión, donde palabras, ritmos y sonidos, se conjugan en libertad: se encuentran. La imaginación es su motor. Bajo estas ideas, la poética de David Huerta es una orgía de metáforas. Es el encuentro de todas las posibilidades. Es el encabalgamiento tempestuoso de los sonidos.
Asisto a los murmullos de mi boca, / a los murmullos que salen de mí temblando; / veo los árboles deshechos en el poder imparcial del viento. / Oigo tus manos en mi cuerpo, en la lentitud de la noche, / un susurro doble y posesivo / que llega como una materia encendida hasta mi raíz de persona y fantasma;
Si la verdadera biografía de un poeta está en su obra, habría que decir entonces que David Huerta nace en 1949 en el Lenguaje, en medio de un mundo que no terminaba de entender cómo diablos había pasado lo que había pasado. Rodeado de viejos estalinistas, su patria fue (es) la resistencia. Influido lo mismo por los poetas españoles del Siglo de Oro que por López Velarde y José Gorostiza, entendió pronto el poder de la palabra: entendió pronto que escribir es poner algo en el mundo, agregar algo insustancial que permanece más allá de los nombres y los hombres.

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No son pocos los novelistas que encuentran en la poesía un recurso para contar. Huerta pertenece a un mundo raro donde el poeta toma el impulso voluptuoso del narrador para cantar. Un poema de casi 400 páginas es una anomalía: es un milagro. Sus partes, conectadas entre sí como se conectan las vértebras de una columna para sostener el mundo, avanzan entre espirales hechas de tiempo, entre salones vestidos de sombras, entre recuerdos recurrentes, entre frases que se van y regresan en el momento menos esperado. Es un desgarrarse en vida. La repetición en el poema da ritmo a la lectura, las metáforas proveen de sentido a la realidad, su respiración acompasada es una profecía. Es el alma atormentada del poeta que ve el mundo en su carcomida desnudez.
Pasó casi diez años escribiéndolo, detallando en la mente cada palabra, cada adjetivo, cada nombre, antes de escribirlo. No es extraño entonces que el tiempo fluya dentro del poema, que fluya sobre las palabras, como fluye una espalda desnuda sobre una mirada atenta. El tiempo de Incurable se enrosca como serpiente y camina como gato, pero su corazón es humano y palpita con las emociones. Incurable es un testimonio, sí, pero también es una declaración de principios: un testamento.
Abierto como un lago, reflejo el curso de los enigmas con una esfinge en cada pómulo, / mis dientes son las extremidades de un crimen / y mis pies anidan provisoriamente en el humus de una calcinación genésica y terrenal.
Leer a David Huerta es por principio una reivindicación y una redención, es un reunirse nuevamente con la palabra fundación. En él se encuentran las cinco esquinas del tiempo y se renuevan. Dan nueva vida a las viejas oraciones, a las figuras polvorientas les devuelve la potencia de su juventud. El mundo es transparente gracias a David Huerta.
Sí el distintivo de Efraín, su padre, fue el poema fugaz, el verso delgado y afilado, el de David es la desmesura, los versos corpulentos y vigorosos. Pocas veces se da la conjunción de una obra tan sólida, tan llena de enigmas, tan deslumbrante, como la que se da entre la obra de ellos dos. Sus vasos comunicantes son claros y firmes al inicio, luego, la búsqueda de la individualidad los hizo diferenciarse con claridad. Pero individualidad no quiere decir distancia y mucho menos silencio. La obra de ambos jamás ha dejado de dialogar.

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Ambos frecuentaron la palabra con la misma devoción, aunque sus objetivos eran distintos. El primero la uso para combatir, el segundo para contemplar. La poesía sirve para aprender a vivir en la soledad de nuestra mente. La poesía es el lugar de los hallazgos. La poesía es el instrumento que nos permite descifrar los signos, el álgebra, los misterios. En David Huerta, es además el medio que le permitió contemplar el envés del azogue, la otra orilla, la región más transparente de la lucidez. Es un acto autoreflexivo. Su poesía, no en su totalidad, pero sí gran parte de ella, es un ejercicio sobre el acto de hacer poesía, es una palabra que resuena en otra: la suma de lo virtual y lo postergado es la tenacidad de la escritura.
De él se ha dicho todo, así que no agotaré el tiempo del lector apilando adjetivos, ni premios que en suma nada dicen. Nada ni nadie puede prepararnos para la experiencia de leer la poesía de David Huerta. Es, como decía Kandisnky, una experiencia puramente física, en ocasiones incómoda, dolorosa, sí, pero las más, es placentera, seductora, es, en suma, un abismamiento, un anidar entre los pliegues del lenguaje: es, como ya lo dije: un milagro.

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