Por Jonatan Frías

Foto: Alejandro Ortega Neri
No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía. El resto […] viene después. Con estas palabras abre Albert Camus su libro más importante, más desolador, más solitario. Las ciencias sociales se han preguntado hasta el cansancio los cómos y los por qués de los suicidas. Algunas de ellas se han atrevido incluso a esbozar alguna respuesta: ninguna ha dado consuelo. El fracaso ante esta cuestión no tiene qué ver con su capacidad para entender la vida o para explicarla, sino para poner el ejemplo, como dice el mismo Camus unas líneas más adelante citando a Nieztsche: el filósofo, para ser estimable, debe predicar con el ejemplo. No es pues un accidente que el filósofo del absurdo haya muerto de la forma más absurda: en un accidente.
Bukowski afirma que la escritura es una guerra: la creación mata, / muchos se vuelven locos, / algunos pierden el rumbo / y no la pueden hacer nunca más. “La creación mata”, quizás no sea una absurda casualidad entonces que tantos escritores hayan elegido el suicidio como punto final de su obra. Tratar de explicar esto sería tan estéril como tratar de enumerar cada pez, cada planta, cada gota de agua que ha existido en el Nilo: mejor sería saber que todo ello cabe en la palabra Nilo. Así, las claves para entender por qué Hemingway se metió un tiro en la cabeza con una escopeta o por qué José Asunción Silva se disparó en el corazón que le hizo dibujar a su médico en el pecho para no fallar o por qué Jorge Cuesta se colgó con sus propias sábanas a los pocos días de acuchillarse sus propios genitales el 13 de agosto de 1942, están en su obra. Diseminadas eso sí y la mayoría de las veces no son claras. Son signos, álgebras secretas, cifrados misteriosos. Están como el olor a quemado que permanece durante años sin que nada ni nadie lo pueda quitar. Como el vapor de las manos en una ventana fría, como un fantasma, como un evento terrible condenado a repetirse una y otra vez.

Paul Celan se tiró al Sena a su paso por París. Seneca se cortó las venas en la bañera. Jaime Torres Bodet, angustiado por el cáncer, también se pegó un tiro. Zweig, desolado por el futuro del mundo y en el exilio, fue encontrado por uno de sus criados con una corbata perfectamente anudada, al lado de su esposa Lotte, muerto: inmaculadamente muerto. Sobre su mesa de noche había unas cuantas monedas, una caja de cerillos y un vaso vacío. En su carta de despedida escribió: saludos a todos mis amigos, ojalá puedan ver el amanecer de esta larga noche. Yo, demasiado impaciente, me voy antes de aquí. Uno que sí alcanzó a ver el amanecer de la larga noche fue Primo Levi, que luego de sobrevivir al Holocausto, también se quitó la vida el 11 de abril de 1987.
Cesare Pavese también dejó escrita una disculpa. Nadie ha contado mejor la historia tan triste del escritor italiano como Ricardo Piglia en Un pez en el hielo. Ahí, Emilio Renzi, trata a la manera de un detective, de resolver la muerte de Pavese y el por qué se fue a meter en ese modesto Hotel de Turín. El rastro que dejaron cada una de sus acciones en las 24 horas anteriores a ser encontrado por un empleado del hotel, son tan desconcertantes como su misma muerte.
Quizá en la obra de nadie como en la de Silvia Plath estén las claves de su muerte más expuestas. La campana de cristal es una novela basada en su primer intento de suicidio. Sobrevivió entonces, sí, pero a qué costo. Años después, cuando su médico le recomendó a un terapeuta para que la ayudara con su profunda depresión, ella nunca llegó. Hizo la cita, pero en lugar de eso, un domingo, cerca de las 11 de la noche, tocó la puerta de un vecino pintor. Quería saber a qué hora despertaba. Por la mañana, muy temprano, casi de madrugada, se acercó a la habitación de sus hijos y les dejó un plato con pan y mantequilla y un vaso de leche, para que tuvieran qué comer cuando despertaran. Luego se fue a la cocina, cerró puertas y ventanas, metió la cabeza dentro del horno y abrió el gas. Cuando la encontraron su cuerpo aún estaba tibio.

Romantizar la depresión es acaso el primer síntoma de la decadencia de nuestra sociedad. Acaso sea ese el sello de la modernidad. Alejandra Pizarnik no era una “poeta maldita”: era una mujer desesperada y sola, terriblemente sola, que necesitaba ayuda y alguien con quien sentirse acompañada, alguien a quien pertenecer.
Atrás quedaron esos años en que las desventuras del joven Werther llevaron a decenas, quizá centenas, de jóvenes a quitarse la vida, creyendo que además de romántico, era honorable. No lo era. Romeo y Julieta no eran ni son ni deberán ser jamás el signo del amor más profundo: eran un par de adolescentes impulsivos y nada más.
¿y tú quieres ser escritor? […] / Es esa clase de guerra: / bajas por todas partes. / Está bien, adelante / hazlo / pero cuando te ataquen / por el lado que no ves / no me vengas con / remordimientos.
Feliz Navidad.