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La ficción autobiográfica de los diarios


Por Jonatan Frías

En una de las anotaciones en su diario, Kafka dice: una persona que no lleva un diario se encuentra frente a una posición falsa frente al diario del otro. Desde donde yo lo veo, la posición del lector más que falsa es de desventaja. Desventaja por varias razones. La primera de ella es que el lector —desde que se asume lector— traza un pacto secreto con los libros que lee y con sus autores. Es un pacto de fe, hay que decirlo. El lector le cree a su autor, confía en él. La trama de un libro se torna incuestionable mientras que la estructura sea firme y el lenguaje sea honesto. Otra de las desventajas es que rara vez el lector se encuentra en el mismo lugar del autor. El autor juega regularmente con las piezas blancas. Sabe a dónde va, las rutas que ha de seguir, las cosas que ha de llevar. El lector es un pasajero. El lector ve. Una desventaja más. Uno regularmente no lee diarios de escritores que no admira. Tampoco arriba a ellos por casualidad. No llegaré al extremo categórico de decir que no hay lectores que comiencen a leer a determinado autor por su diario, porque vayan ustedes a saber por qué lee uno lo que lee, pero sin duda no es una norma. Entonces, la lectura del diario de un escritor, parte siempre de la admiración. El autor/personaje está ya idealizado. Si sumamos estas desventajas, el lector no sólo no sabe qué ha sido de la vida del autor, sino que le va a creer a fe ciega todo lo que le cuente en esos cuadernos.


Habría que empezar por aceptar que un diario no es otra cosa que la edición de la vida de quien lo escribe. Ni se publica cada entrada, ni se publican tal cual están. Aquí sí K. lleva toda la razón: sólo quien lleva un diario es capaz de intuir los reveses de cada entrada, la selección, la afinación, el embellecimiento. Todos los que hemos llevado alguna vez un diario sabemos que no escribimos todo lo que nos pasa. Idealizamos la vida, los momentos, las escenas. Ni siquiera a nosotros nos interesa dejar registro de todo cuanto hacemos o pensamos. En un diario escribimos la vida que quisiéramos vivir, no la que vivimos.


Todo diario es más un laboratorio de experimentos que de experiencias, dice Andrés Di Tello. Más que memoria, es una tabla periódica, capaz de dar sentido y signo, categoría y peso, a nuestras tentativas. Da orden a nuestros proyectos, casi todos inconclusos: a nuestras ideas sueltas. Un diario es una novela en donde el personaje nos cuenta —siempre en presente— el día a día de sus pensamientos, actividades y estados de ánimo. Si corremos con suerte, vemos cómo esas ideas cobraron forma material. La vaga frase que terminó por ser un cuento o una novela. Un diario es, y esto quizá sea lo mejor de todo, un mapa de lecturas: un constante descubrir: un diálogo siempre abierto.


Existen diarios de verdad íntimos, profundos, desgarrados, que logran pintar de cuerpo entero la soledad del autor que confía más en la página en blanco, que en un amigo de verdad cercano. El de Kafka por decir lo menos o el de Pavese que conmueve por su sensibilidad. Los hay también famosos a fuerza de imposición, como el de Anna Frank. Los hay, sin duda, verborreicos, incapaces de establecer un punto de interés entre el lector y el autor, como el de Bioy (esto, por supuesto, es más responsabilidad del editor que del propio Bioy).

De un diario nos interesa saber las claves que dieron vida a una obra, las lecturas y los procesos, no el número de evacuaciones semanales o el lavatorio dental [¿qué dirían aquellos diarios del pirata Edward Thatch que tantos mares surcó?]. Los hay, por supuesto, geniales, eruditos, imaginativos, deslumbrantes. No sólo escritos con pulcritud, sino editados con pulcritud. Diarios que eran consientes de que, precisamente por su naturaleza privada, demandaban un estilo y un tono propios. Pienso, claro, en los diarios de Elizondo, de Pitol y de Piglia.


Los diarios de Elizondo son además un postulado estético. Un ordenamiento estilístico y caligráfico. Una tentativa hecha de tiempo. Una anticipación más que adivinación. Son recuento sí, pero no de días, de ideas, de aproximaciones estéticas. Leer sus diarios es descubrir una inteligencia irrepetible, una poética personal, una voz crítica, una mirada aguda, una postura ética. Elizondo era un hombre de una imaginación desbordada, un escritor dueño de una serie de recursos narrativos insospechados en nuestra literatura. Entrar en sus diarios y encontrar los planos que nos descifran la arquitectura maravillosa de Farabeuf o de Elsinore, es un prodigio. Su diario es también un testamento —más que un testimonio— sobre su época. Los diarios de Elizondo son un encuentro, un diálogo con su tiempo. Son, por encima de todo, la historia de un hombre que amó la literatura. Que se dedicó a ella. Que se consagró a ella. Son la evidencia misma de que Salvador Elizondo era una constelación de signos en constante movimiento. Siempre el paso siguiente, el otro, el otro. Elizondo nunca fue más libre ni más potente que cuando escribía que escribía.

En Pitol se confunden los recuerdos con la imaginación y eso no tiene comparación. Se mezclan, configuran y reconfiguran las imágenes. Se yuxtaponen. Modelaciones más que moderaciones. Se confiesa en el diván, sí, mas no lo hace buscando redención. Lo hace porque quiere recuperar algo que es suyo y que le ha sido vedado: sus recuerdos. Las confesiones de Pitol buscan una exposición estética antes que una ética. Más galería que confesionario. Si con algo se comprometió, fue con sus lecturas, con sus cuadros, con la música que tanto escuchaba. [Esto no es más que una mera especulación mía, porque no tengo cómo probarlo, pero estoy seguro que Pitol escribía siempre con música puesta. Se puede intuir, presentir, un ritmo, cierto contrapunto, en todo lo que escribe] La vida de Sergio Pitol estaba hecha a su vez de palabras y de colores. De recuerdos siempre presentes. Sus libros consagrados a la memoria: El arte de la fuga, Un viaje, El mago de Viena, Una biografía soterrada, son testimonio de ello. Pitol encontró en la memoria no sólo una forma narrativa, sino una revelación, una manera de contar, una ficción que lo abarcaba todo, incluyéndolo a él mismo. A través de sus diarios es que descubrimos a un personaje llamado Sergio Pitol. Sabemos de sus viajes, de sus miedos, de sus frustraciones, de sus pasiones, de su erudición casi infinita. Sus libros consagrados a la memoria son acaso los mejores de su obra, los más originales, los más arriesgados, los que más retan a sus lectores, los que mejor lo seducen.


Pero acaso sean Los diarios de Emilio Renzi de Ricardo Piglia el mejor ejemplo de que los diarios de un escritor son una obra más dentro del cuerpo de su obra. Ricardo Piglia comenzó a escribir su diario un miércoles de 1957. Dos días antes de abandonar su casa, a sus amigos, a esa cosa conocida como vida. Él mismo ha contado que si no hubiera comenzado ese día a escribir su diario no habría escrito nada más en su vida. En sus cuadernos de Los años de formación vemos nacer no sólo una obra, vemos nacer a Renzi, su doppelganger, en el cuento “La invasión”. Y decir que vemos a Renzi es decir, de un modo vedado ciertamente, que vemos a Piglia, así sea por el rabillo del ojo, como quien mira un fantasma, una sombra que se mueve, un silencio. Aquí presenciamos la creación de un escritor. Sorprende su inteligencia, sí, como en los casos anteriores, pero nunca como estos cuadernos un autor logró borrar la línea que divide lo real de lo ficticio. Nunca sabemos quién es Piglia y quién es Renzi. Menos al final, cuando Piglia deja la pluma y abraza la página y es Renzi quien nos hablará de Piglia. Es, sin duda, una cinta de Moebius magistralmente ejecutada. Piglia parece saberlo todo. Parece haberlo leído todo, visto todo, escuchado todo. Como Elizondo posé una brújula estética que lo llevaba a dónde quiere ir sin desviaciones, sin esos ripios que tanto molestaban a Borges. Como Pitol, hace de la memoria un artificio. Se asume artificio.

Leer un diario resulta entonces en una experiencia sensible distinta a la de leer una novela, un cuento o un poema. Su naturaleza es otra. El lector avanza sobre una página hecha de tiempo. De tiempo suspendido. Cuando uno entra en un libro, ya lo dijimos, traza un pacto de fe que se termina apenas lo cerramos y sabemos que la ficción quedó atrapada en ese puñado de signos. Con la lectura de un diario el pacto jamás termina. Salimos distintos de ellos, como si algo, no sabemos qué, hubiera cambiado para siempre.

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