Por Jonatan Frías
A Luis Gerardo y a César,
primer batallón de la resistencia

Foto: Alejandro Ortega Neri
Los libros van siendo el único lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo, dice Julio Cortázar, y eso es porque los libros son un espacio en donde uno se siente cómodo. Los libros son honestos, no son condescendientes, no nos dicen lo que queremos oír, sólo para hacernos sentir mejor. Hay libros que nos producen una reacción física tremenda, que nos hacen sentir incómodos, que nos doblegan. Así sabemos que estamos frente a un libro que fue escrito sólo para nosotros. Sólo la literatura puede proporcionar esa sensación de contacto con otra mente humana, con la integridad de esa mente, con sus debilidades y grandezas, sus limitaciones, sus miserias, sus obsesiones, sus creencias; con todo cuanto la emociona, interesa, excita o repugna. Sólo la literatura permite entrar en contacto con el espíritu de un muerto, de manera más directa, más completa y más profunda que lo haría la conversación con un amigo, pues por profunda, por duradera que sea una amistad, uno nunca se entrega en una conversación tan completamente como lo hace frente a una hoja en blanco, dice Michel Houellebecq en su novela Sumisión. Por eso es natural que sintamos que conocemos a nuestros autores predilectos y que un día, casi inconscientemente, comencemos a llamarlos por su nombre, igual que hacemos con nuestros amigos más cercanos.
Los libros siguen siendo un lugar de confrontación, de resistencia. No son, creo, o no únicamente, al menos, sólo el lugar en donde uno puede estar tranquilo: son, además, el único lugar donde uno puede realmente ser.
Si aceptamos esta premisa, las librerías son entonces el único territorio verdaderamente libre. Son la patria de las y los desterrados, de las y los marginales, de las y los inconformes. De las y los que han renunciado a vivir sin riesgos. Las librerías son el paraíso: Son la resistencia. Sus estanterías están pobladas de libros escritos por gente dispuesta a dar la vida, de locos incendiarios, de historias arrebatadas, de amores e infortunios desaforados, de miradas ígneas y manos trémulas, de alcohólicos enfermos de literatura. Las librerías son el lugar sin límites donde todo puede ocurrir. Son Troya.
Muchos libreros, no encuentro un oficio más noble, fueron perseguidos por vender obras de Henry Miller o asesinados por vender obras de Salman Rushdie. Fueron también editores, como Silvia Beach, la responsable de editar una de las pocas novelas de las que se puede decir que en verdad cambiaron el curso la literatura moderna y de promocionar la obra de una generación completa. Fueron perseguidos por inmorales: en qué cabeza cabe que Lolita fuera un libro que merecía ser impreso y vendido. Son, pues, hombres y mujeres valientes dispuestos a creer por encima de todo. Quieren creer en lo imposible.
No es de extrañarse entonces que decenas de novelas y películas las hayan tomado como pretextos perfectos para desarrollar ahí historias que van del romance más ridículo a los thrillers más inteligentes. Son también el testimonio vivo de su época: arden.

La librera judía Francoise Frenkel
Francoise Frenkel quizá lo sepa mejor que nadie. Nacida en Lodz, en el seno de una familia judía, desde joven dio muestras de un carácter inquieto y una curiosidad prodigiosa. Llegó a París donde aprendió el noble oficio de los libros y las palabras. Más tarde se mudó con su marido a Berlín en donde fundó una librería francesa en 1921: Maison du livre, acaso como antes que ella lo hiciera esa otra mujer al fundar una librería inglesa en París. ¿Se habrán conocido? ¿Habrá Francoise cruzado las puertas de la Shakespeare & Co.? ¿Se habrá tomado un café con Silvia?
En todo caso sabemos que su marido escapó en 1933 para luego morir algunos años después en Auschwitz. Ella resiste lo más que puede. No es sino hasta el año 39 cuando ella escapa dejando su librería bien cerrada, cuidando aún en esos momentos que nadie se metiera a robar. Para Francoise (su pseudónimo como escritora) su Maison du livre era algo más que su negocio, era, ciertamente, su trinchera.
La Noche de los Cristales Rotos ella estaba ahí, seguramente muerta de miedo, al pie de su librería, defendiéndola. Cuenta cómo vio acercarse a dos oficiales, probablemente de la Gestapo. Venían con barras de hierro. Barras con las que estaban destrozando los cristales de todos los negocios de judíos. Frente a ella, revisaron la lista que llevaban consigo: “no está”, dijeron, y se marcharon. Seguramente fue protegida por la embajada francesa, que aún no estaba bajo la sombra de su ataque. Resistió lo más que pudo.
Ya en París se enteró de que el gobierno alemán había confiscado su librería y la había destruido. La guerra había comenzado.
La Maison du livre no sólo era visitada por los vecinos de la zona, como un ruso exiliado de apellido Nabokov, que luego sería mundialmente famoso, sino por toda una gama de clientela cosmopolita. Asistieron también a dictar conferencias sobre literatura algunos de los autores más importantes de la época, como Gide o Maurois.
Una librería en Berlín o Ningún lugar dónde reposar la cabeza, su título original en francés, es algo más que el testimonio de su resistencia como mujer, como judía: es su testamento literario, el canto del cisne que cuenta su amor por los libros: Es su resistencia personal. Lo escribió en el exilio, en su segundo exilio, porque al entrar las tropas alemanas a París, ella tuvo que refugiarse en Suiza. El libro vio la luz en 1945. Es acaso uno de los testimonios más frescos publicados sobre la época. De su autora no se volvió a saber nada hasta su muerte, ocurrida en Niza, en 1975.

Libros como La librería de Penelope Fitzgerald, llevada al cine por Isabel Coixet, que narra la historia de una librera que es acosada y perseguida por vender Lolita, el libro de aquel cliente de Francoise, o como 84, Charing Cross Road de Helen Haniff que cuenta la historia de una relación epistolar trasatlántica entre un librero y una lectora, o como La buena novela del francés Laurence Cosse, que cuenta la historia de una librería dedicada a la venta de puras obras maestras, o La misteriosa llama de la reina Loana de Umberto Eco que narra la historia de un librero que tras un accidente pierde la memoria y es a través de los libros, de sus libros, que recuperará sus recuerdos, que son a la vez, los recuerdos de un mundo que ya no es, son sólo algunos de los libros dedicados a narrar la pasión que desatan estos lugares. Películas como Una librería en París o como La biblioteca de los manuscritos rechazados se suman a este listado de ficciones construidas desde estos espacios.
Los lectores por supuesto no son olvidados: El lector de Bernhard Schlink, llevado al cine por Stephen Daldry o La soledad del lector de David Markson o Si una noche de invierno un viajero de Italo Calvino, que funde a lector y lectora en una librería, lo dejan claro y ni qué decir de los libros en sí, esos objetos que han ardido como en Farenheit 451 de Ray Bradbury o que han servido como armas homicidas en El nombre de la rosa de Umberto Eco. Los escritores… esos son tema para otra ocasión, pero los libros que han tenido a un escritor como personaje, podrían crear una biblioteca por sí mismos.
Leer es portar la letra escarlata con orgullo. Leemos porque no nos conformamos, porque somos disidentes, porque no tememos pensar distinto, porque no tememos llamar a las cosas por su nombre, porque somos los marginados, los depositarios, porque somos Legión, y las librerías son algo más que nuestro punto de encuentro, son, claro, el espejo donde nos reconocemos: son el lugar donde todo comienza.

Foto: Alejandro Ortega Neri