Por Arlett Cancino

La primera vez que me llamaron feminista fue cuando cursaba la licenciatura. La etiqueta vino de un compañero, quien al escuchar uno de mis ensayos se dio cuenta de que había defendido la liberación de la protagonista sin importarme su ruptura con el matrimonio a través del adulterio. Entonces lo supo: yo era feminista. En aquel entonces yo sabía poco de lo que eso significaba y al escuchar aquel comentario, noté por su tono burlesco que no debía ser algo por lo que estar orgullosa.
No supe bien a bien qué responder y me sentí perdida como aquellas mujeres de los cincuenta de quienes habla Betty Friedan, tratando de explicar ese malestar que no tiene nombre y que yo había identificado en la protagonista de la novela: la insatisfacción de nuestro género al no poder buscar una identidad con la misma libertad de un hombre. Al parecer, cuestionarse al respecto y tomar partido sobre la real existencia de esa sensación me confirmaba aún más como feminista.
La resistencia de reconocerme como tal perduró durante muchos años y apenas hoy me percato de que proviene de ese momento de mi vida cuando me decían feministoide con toda la carga despectiva que el sufijo de esa palabra posee. Me saludaban con ese apelativo en los pasillos de la universidad y en las clases porque contrastaba la situación de las mujeres en la literatura con la situación de los hombres.
¿Por qué nos cuesta tanto trabajo, incluso ahora, reconocer nuestro feminismo? Desde la educación formal se ha estigmatizado nuestra ideología y se ha convertido en un nuevo estereotipo que nos clasifica y excluye al abordar temas serios sobre la situación de nuestro género. En las aulas universitarias, a pesar de los grandes avances que se han conseguido, aún existe un sexismo sesgado por parte de profesores y alumnos, quienes no comprenden la importancia de una lucha que beneficia a todos, puesto que ellos también padecen una estereotipación que ya no define su diversidad identitaria actual. Aún prevalece el silenciamiento cuando quien habla es una mujer, esto, a través de la infravaloración de sus comentarios o de la interrupción de sus ideas porque no se considera que pueda decir algo relevante o simplemente porque hablar de mujeres y su situación les fastidia.

Cuando fui docente de preparatoria noté la facilidad con que un alumno toma la palabra sin importar si sabe de lo que hablará, mientras que en mis alumnas había temor por decir alguna tontería, reserva y mucha mesura; casi siempre terminaban por decir: “no sé cómo explicarlo” y guardaban silencio. Muchas veces mis compañeros maestros me hacían chistes con un matiz misógino por el sólo gusto de ver mi cara de incomodidad o de desconcierto, mientras que ellos compartían una complicidad inherente. ¿Esto pudo ser distinto si desde de mi formación universitaria hubiera aceptado mi feminismo? Evidentemente sí.

Chimamanda Ngozi Adichie, como muchas otras feministas antes que ella, establece que la equidad de género sólo puede provenir de la educación, de una manera distinta de criar a nuestras hijas e hijos; no basta con hacerle ver a ellas que merecen y tienen derecho a ser distintas, sino mostrarles lo mismo a ellos:
La forma en que criamos a nuestros hijos les hace un flaco favor. Reprimimos la humanidad de los niños. Definimos la masculinidad de una forma muy estrecha. La masculinidad es una jaula muy pequeña y dura en la que metemos a los niños.
El hombre debe darse cuenta de qué manera la masculinidad que lo ciñe afecta su humanidad, permitirse cuestionar los roles que debe cumplir y si estos realmente le hacen feliz. Las mujeres, por nuestra parte, debemos perder el miedo, puesto que cualquiera que note la desigualdad social en la que vivimos, que comente sobre ello y que lo cuestione incluso mentalmente, es feminista.
Enseñar desde el feminismo debe apelar a la empatía con el otro, ya sea hombre o mujer. Echar abajo las prescripciones de lo que tenemos que ser según nuestro género y aprender a conocer quiénes somos en realidad. Los docentes debemos guiar a nuestros alumnos por el camino del reconocimiento genuino de su identidad para que el pensamiento crítico de nuestro entorno sea una constante en la vida de todos.
¿Cuándo fue la primera vez que me llamaron feminista? Es la pregunta germen de este comentario que surgió cuando veía la conferencia de Chimamanda Adichie: “Todos deberíamos ser feministas” que pueden encontrar en la plataforma de TED o conseguir en formato de libro con el mismo nombre; de ahí proviene la cita que aquí se incluye. El texto de Friedan en el que se habla del malestar femenino es La mística de la feminidad, en el que analiza la situación de depresión, insatisfacción y pensamientos suicidas de las mujeres norteamericanas en los años cincuenta; tómese como ejemplo el personaje ficticio de Betty Draper de la serie Mad Men.