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Las historias que habitan en nuestra cabeza

Por Arlett Cancino

El ser humano clasifica su realidad en polos. Coloca elementos de su vida en los extremos de lo positivo y lo negativo. Esta es una manera de muchas para comprender la realidad; no es la mejor pero es la que predomina. Somos maniqueos puesto que reducimos nuestra percepción del mundo a una posición radical entre lo bueno y lo malo. Así andamos por las calles enarbolando una posición, la nuestra, y deslegitimando la de otros porque ya la ubicamos al otro lado, en el extremo malvado. Esto nos imposibilita para ver más allá de nuestra nariz y nos hace creer que quienes no comparten nuestras ideas no tienen nada valioso que decir o hacer.

El maniqueísmo es parte de la formación que damos a nuestras hijas e hijos, de la que recibimos en la escuela; se encuentra en nuestro radicalismo al estar a favor o en contra de un tipo de feminismo en la convivencia entre amigos y amigas. La mayoría de las veces es un asunto sin relevancia que no nos genera conflictos, pues no pasa de que estemos en boca de los demás como chisme pero a veces nos obliga a terminar con relaciones personales, de compañerismo o militancia.

Ser maniqueo es un problema grave cuando nos volvemos personas intolerantes y nos sentimos atacados por todos aquellos que no avalan nuestros puntos de vista o nuestras posiciones acerca del contexto en el que vivimos. Rechazamos las diferencias y somos incapaces de reconocer nuestras propias falacias, pasamos todo el tiempo con el ceño fruncido, molestos con el mundo, con la paranoia de que todo lo que el otro hace es en nuestra contra.

Yuval Noah Harari en Homo Deus, entre muchos otros temas, aborda los relatos imaginarios que como raza humana creamos para darle sentido a nuestra existencia. A lo largo de la historia hemos creído en ideas descabelladas que han costado la vida y el bienestar de muchas personas. De manera individual nos aferramos a ideales, presencias abstractas e interpretaciones particulares porque eso nos da un motivo de vida.


“Pero no queremos aceptar que nuestro Dios, nuestra nación o nuestros valores son meras ficciones, porque estas cosas dan sentido a nuestra vida. Queremos creer que nuestra vida tiene algún sentido objetivo, y que nuestros sacrificios son importantes para algo que trascienda las historias que habitan en nuestra cabeza.”


Muchas de las ficciones que creamos en nuestra mente son tan tajantes que nos hacen ver en los demás enemigos con cuernos y cola. Ya no somos capaces de dialogar de manera honesta con las y los otros porque no aceptamos otras ficciones que no sean las propias. Y entonces, como don Quijote, nos creemos caballeros que enfrentamos a gigantes, aunque el viento de los molinos trate de espabilarnos para medir el real peso de nuestros simples cuerpos

La cualidad que nos distingue de los demás animales, lo menciona Yuval, es nuestra capacidad para tejer redes intersubjetivas de sentido, es decir, imaginar entidades, construir ideales y compartirlos con millones de personas, esta capacidad de organización nos ha permitido tener dominio sobre el mundo y emprender luchas sociales. No obstante, nos hemos anquilosado sólo en ciertas ficciones, nos volvimos maniqueos.


La principal historia que nos contamos a nosotros mismos como raza humana es que nuestro dominio es eterno e intransferible, que somos los elegidos para gobernar a todos los seres que habitan en el planeta; bajo esta noción, la única versión que cuenta es la nuestra, desde los ángulos de nuestra conveniencia. Esta megaficción es trasladada a los pequeños entornos en los que habitamos diariamente, ahí ese maniqueísmo es casi palpable para quienes nos rodean, a quienes preferimos juzgar antes de permitirles poner en duda la manera como vemos las cosas.

¿Cuánto puede durar nuestro viaje quijotesco? Para algunos, toda la vida, porque es más fácil ser dueños de nuestra ficción que aceptar invitados que vivifiquen la trama.


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