Por Arlett Cancino

Hay retratos literarios que son un reflejo más claro que el que vemos en el espejo, tan cristalinos como el que proyectan las gotas de agua sobre nuestro cuerpo desnudo cuando nos damos un baño; así de íntimos, transparentes y focalizados en cada parte de nuestro ser. En ellos se vislumbra quiénes somos sin que nosotras mismas nos demos cuenta y, entonces, cada fragmento de esa vida ficcional es una húmeda lupa con la que identificamos los límites y la forma de nuestra identidad.
Elena Greco y Rafaella Carraci son personajes de la saga Dos amigas (La amiga estupenda, Un mal nombre, Las deudas del cuepo y La niña perdida) de Elena Ferrante. La tetralogía de la autora aborda toda la existencia de estas dos mujeres desde su infancia en un barrio pobre de Nápoles, luego de la Segunda Guerra Mundial, hasta su vida como adultas a finales del siglo XX. Lenú y Lila, como se les dice cariñosamente, son personajes gemelos antagónicos, en el sentido de que crecen juntas, tienen las mismas inquietudes, pero sus caminos vitales divergen y por ello se confrontan constantemente porque, sin reconocerlo, se envidian.
Como lectoras de sus vicisitudes, conforme ellas se van conociendo, nosotras lo hacemos a la par; establecemos puntos de contacto entre sus decisiones y las nuestras en el pasado y en el presente. Es posible que compartamos con ambas el ambiente infantil pobre, entre calles polvorientas, casas cenizas, escuelas pequeñas y cabellos revueltos; o que como ellas hayamos tenido que elegir entre estudiar o trabajar a corta edad para sobrevivir. Lo que sí es seguro es que todas nos reconocemos en sus relaciones familiares, amorosas y, sobre todo, en su relación consigo mismas.
De pequeñas no hay límites para nuestra imaginación, la de Lila y Lenú divaga libre cuando leen por primera vez Mujercitas y cuando ficcionalizan los acontecimientos de su barrio; pero, al mismo tiempo, existe en nuestra mente infantil una seguridad ingenua por solucionar ese mundo caótico y restringido en el que nos tocó vivir. Ellas dos pretenden ser escritoras famosas y ganar mucho dinero como Louisa Alcott para ayudar a su familia, no obstante, ésta se convierte en el principal impedimento.

Las familias pobres son orgullosas, poseen un orgullo atávico alimentado por un pasado triste y lleno de limitaciones. Las de Lenú y Lila se recuperan de los estragos de la guerra, y depositan en el trabajo toda su fe para salir adelante; por eso cuando Lila muestra una gran inteligencia y talento, su padre le prohíbe terminantemente estudiar; su orgullo masculino no le da la oportunidad de escapar del ambiente paupérrimo en el que viven y la confina a remendar zapatos a su lado, pues ¿cómo podría su hija, una mujer, ser mejor que ellos? Lenú, por su parte, estudia gracias al tesón de su maestra y a la disponibilidad más abierta de su padre, quien, a pesar de la fuerte resistencia de su esposa, apoya someramente a su hija.
De este modo, Lenú se mantiene en el mundo académico, pero siempre duda de la relevancia de sus palabras, y tarda bastante tiempo en darse cuenta de que ese malestar no es algo que provenga de su esencia, sino que es alienada por el contexto donde sólo tiene importancia la voz de la gente acomodada o la de un hombre. Así, en la mayor parte de las novelas, se siente una impostora que ocupa el lugar de Lila, a la que siempre considera más capaz y con quien siempre compite.
Escucharla pensar y luego hablar en la ficción, es recordarse a una misma, con esa recriminación constante por las palabras elegidas y las acciones que emprendemos, callando a la menor aparición de una opinión contraria o a una crítica. Lenú mira de soslayo al hombre a su lado para buscar su aprobación; con los ojos inquietos de napolitana pobre, no cree ser lo suficiente y sólo agarra brío cuando se topa con su amiga.
Lila se queda en el barrio y se casa; a diferencia de Lenú, ella tiene mucha confianza en sí misma y cree que maneja a los hombres que la rodean, por eso se da el lujo de despreciar al más rico del barrio para quedarse con otro menos pudiente, pero que sabe que ayudará a su familia. Sin embargo, su ingenuidad pronto le muestra que son realmente los hombres, su padre, hermano y esposo, quienes toman las decisiones y ella queda como una mera transacción. A partir de ahí, se transforma en una mujer hastiada, insatisfecha y con una profunda hambre de vivir; es una mujer que nunca sabe realmente lo que quiere ser, pero a la que tampoco se le da la oportunidad de buscarlo, porque en su mundo familiar esa búsqueda sólo es aprobada para los varones.

De este modo, cada una a su manera, vivencia los roles de mujer que se supone deben cumplir: maternidad, matrimonio, sexualidad; comparten su experiencia y, algunas veces, compiten y se odian, aunque muy en el fondo hay un reconocimiento por las capacidades y los logros de la otra. Ahí vamos nosotras a su lado, redescubriendo también nuestros contornos a partir de la identificación compartida con su vida; esas lupas de agua que delinean nuestra identidad son las actitudes, sentimientos y sensaciones que vemos en estos personajes y que nos cuesta aceptar.
A partir de estas dos amigas, Elena Ferrante diversifica la forma como deben ser vistas esas “misiones femeninas”: la maternidad no es sublimada, ni estigmatizada; el matrimonio es el confinamiento de la mujer al hogar y a los hijos, pero también de él hay salida y opciones; la sexualidad es una violenta lucha de poder y es liberación y reconocimiento del placer personal. La autora no proyecta una vida femenina fácil, ni idealiza a una mujer empoderada; sus personajes son retazos de una identidad colectiva, una exploración a la naturaleza de nuestro género que nos permite reflexionarnos a profundidad.