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Los elementos de La noche, de Francisco Tario

Jonatan Frías

Dice Alejandro Toledo en su prólogo a la maravillosa antología de cuentos El hilo del minotauro que todo escritor es “raro” hasta que no se demuestre lo contrario; y esto puede pintar de cuerpo entero a Francisco Tario. Un tipo callado, que pasó de ser portero del Asturias a ser uno de los escritores más difíciles de catalogar de toda nuestra literatura.


Sí, por principio Francisco Tario es un escritor fantástico como también lo es Jorge Luis Borges, sin que esto quiera decir realmente nada. Lo Fantástico no es más que un saco en donde se meten muchas cosas no siempre claras. En todo caso, Tario está ahí sin estar. En México se anticipó con creces a esta literatura fantástica que tanto y tan bien hemos cultivado. Se anticipó, por ejemplo, a Arreola y a Fuentes. Se anticipa también a Cortázar, a Rulfo, a Elizondo y sin embargo de él apenas si sabemos algo.


Si un buen escritor se encarga de crear a sus lectores, los lectores creados por Tario en consecuencia también son raros y sí, muy escasos. En las décadas de 1970 y 1980 sus libros eran un misterio, un mito, y quienes tenían alguno lo mantenían en secreto. Era una forma de saberse poseedor de algo extraordinario. Francisco Tario era un escritor de culto entre los escritores de culto, y esto no es poca cosa en un país que cuenta entre sus escritores a Julio Torri, José Juan Tablada, Guadalupe Dueñas, Amparo Dávila, Inés Arredondo, Salvador Elizondo, Esther Seligson, Daniel González Dueñas o Cristina Rivera Garza, todas ellas y todos ellos inclasificables. Todas ellas y todos ellos maravillosos. Pero antes que ellos, Tario había construido una literatura sólida que se antojaba casi imposible en México.


Más que una rareza, Francisco Tario es una anomalía. Es anómalo que un escritor de semejante talento haya pasado tanto tiempo siendo un secreto de pocos. Sólo algunos de nuestros grandes intelectuales voltearon a verlo como Octavio Paz o Celestino Gorostiza, pero ninguno de ellos se fijó realmente en él como sí se fijaron en otros. Nadie cultivó reseñas favorables recomendando sus libros. Ni lo nominaron a nada. Fueron, si algo fueron, comentarios fugaces acaso. Tario, como su obra, terminó siendo un hombre marginal y tristemente marginado, ya sea por alevosía o por descuido.

Nació en 1911 en medio de un país en llamas y, aunque generacionalmente es cercano a esa maravillosa pléyade de escritores mexicanos nacidos en esa década (Paz, Revueltas, Huerta, Nandino, Rulfo, Arreola), su tránsito fue solitario. Nunca hizo grupo con nadie, aunque sí cultivó muchas amistades en el mundo literario y cinematográfico. Él tendría que haber sido leído de forma arrebatada, porque fue el escritor que puso la mesa para que aparecieran los grandes libros de nuestra literatura.


La noche, libro publicado en 1943 debió de haber sido recibido con asombro y acaso con espanto. En su lugar, pasó en silencio como pasa una sombra en medio de la noche. Algunos de los cuentos incluidos en ese libro han cobrado de varios años acá una fama merecida, pero son vistos como archipiélagos aislados y no como lo que son: un continente sólido, enorme y rico en vegetación. De cimas enormes y abismos enloquecidos.


Sus 15 cuentos son un muestrario de humor sórdido y ácido que carcome desde dentro. Como el oxido que crece en silencio. Como la muerte que gangrena en silencio. La noche del buque náufrago es una pequeña obra de arte que tendría que contarse al lado de cuentos como El prodigioso miligramo, Las ruinas circulares o Continuidad de los parques. Un cuento que es narrado por un buque que lentamente se hunde en la espesura de la noche más oceánica y que describe su lento crepitar.


La noche del féretro, La noche del perro o La noche de los cincuenta libros son otros textos que dan cuenta cabal de su maestría estilística, de su desbordada imaginación y de su voluntad transgresora.


Su obra no pertenecía y no pertenece a ningún género, no obedece a ningunas reglas, no se suma a ninguna tradición: es pura resistencia. Es una declaración de fe. Es indomable.


La noche, que perfectamente pudo llamarse Prosopopeya, hace que los objetos nos cuenten sus historias, que nos reflejen lo que habita en la oscuridad, que nos conduzcan de la mano a la otra orilla. Son el terrible azogue de nuestras conductas secretas. Quién más sino nuestros objetos más cotidianos pueden padecer nuestros más arrebatados impulsos. Nuestros zapatos, nuestros libros, nuestros trajes. Ellos son testigos de nuestras noches alejadas, de nuestros saltos al vacío, de nuestras más arriesgadas palabras.

La noche era y sigue siendo un libro arriesgado para el que no estaban preparados los lectores mexicanos que seguían anhelando el regreso de los libros “limpios” y “moralmente edificantes” que resaltaran los valores de la Revolución, por fallida que esta hubiera resultado. De haber sido publicado en Francia, habría sido recibido con un tremendo entusiasmo. Lo habrían sumando a los libros más vanguardistas de la época y no habría tardado en convertirse en parte del canon de la literatura universal.


En lugar de eso, hoy sigue siendo un libro de noticias escasas.

Un misterio.


En vida, a Francisco Tario sólo se le hizo una entrevista que apareció en un periódico español en 1971. Jamás recibió un premio o una beca de ninguna clase, cosa natural en un escritor que jamás y bajo ninguna circunstancia estuvo dispuesto a renunciar a su originalidad.


Y escribiré libros. Libros que paralizarán de terror a los hombres que tanto me odian; que les menguarán el apetito; que les espantarán el sueño; que trastornarán sus facultades y les emponzoñarán la sangre. Libros que expondrán con precisión inigualable lo grotesco de la muerte, lo execrable de la enfermedad, lo risible de la religión, lo mugroso de la familia y lo nauseabundo del amor, de la piedad, del patriotismo y de cualquier otra fe o mito.


Esto es lo que implica leer a Francisco Tario.


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