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Los vencejos. Un año con un suicida

Por Alejandro Ortega Neri

Foto: Alejandro Ortega Neri


I

Mi primera declaración es que, cualquier cosa que escriba, cualquier halago que haga, cualquier reverencia que emita, será insuficiente para describir este libro: Los vencejos (Tusquets, 2021) de Fernando Aramburu; texto al que ninguna reseña, incluida la mía, le hará justicia. La LITERATURA, así con mayúsculas, es inefable.


II

Fue mi primer encuentro con Fernando Aramburu. Leí muchos elogios por su anterior novela, Patria, la cual ya se ha convertido en una serie de HBO, pero en mi ruta de novedades de 2021 jamás visualicé a Los vencejos entre mis lecturas de una manera clara, sobre todo por su precio. Un ladrillo de más de 700 páginas nunca es barato, pero la fortuna quiso que en una de mis navegaciones por Amazon lo encontrara con más de 50 por ciento de descuento en una oferta temporal. Al tratarse de una novela sobre la vida, a través del suicidio, no quise dejar pasar la oportunidad porque el tema me seduce. Llegó el día siguiente.


III

El libro comenzó a acosarme desde el librero, imponente, gordo, aplastando con su peso a unos más breves. He de confesar que siendo un gordo en ciernes he pecado de gordofobia hacia los libros. Me cuestan por el horror que dejaron algunos clásicos impuestos como tarea desde la preparatoria, pero también pienso en función del tiempo, en los flacos que pudiera leer durante el mismo lapso que le dedicaría a un gordo. Además, tener lecturas alternadas me cuesta aún más, mi cerebro me pide a pedradas que lo deje descansar.


Pensaba postergar su lectura, pero recordé un ensayo del escritor zacatecano Gonzalo Lizardo, incluido en su último libro El grafópata o el mal de la escritura, titulado “En defensa de lo prolijo” en el que el narrador señala que la predilección por lo breve o lo prolijo dependen de nuestra relación con el tiempo cotidiano: a los lectores agobiados de quehaceres, que viven con el reloj sobre sus talones, apunta Lizardo, les sientan bien los textos cortos y concisos, mientras que otros pueden expropiar a su agenda las horas que necesitan para consagrarlas a sus “novelones”. Por lo que, siendo invierno un periodo con menos carga laboral, quise ser de los segundos y me animé.


Si Ítalo Calvino no renunció a la “gravedad” para cultivar la “levedad”, ni abominó la “lentitud” para dedicarse a la “rapidez”, como apunta igualmente el querido Lizardo, ¿por qué yo, que soy un lector cualquiera, habría de hacerlo? Al final de lo que se trata siempre es de alcanzar el equilibrio. “Hay obras para disfrutarse en una sola sentada, hay obras para gozarse, con dulce calma durante meses”, apunta nuestro grafópata zacatecano. Y me dejé llevar en su vuelo por Los vencejos.

IV

Los vencejos: Toni, un profesor de Filosofía en una preparatoria, entrado en los cincuenta y agobiado del mundo, decide poner fin a su vida. Meticuloso como buen filósofo, tiene elegida la fecha de su último día de respiro: será la noche del miércoles 31 de julio. La decisión la toma el primero de agosto, es decir, tiene un año para poner en orden sus asuntos y averiguar por qué no quiere seguir en la vida.


Su padre fue también un docente, alcohólico con ínfulas de poeta, infiel. Su madre, una esposa que parecía sumisa al estado de ánimo de su esposo, pero que de vez en cuando, con rencor, le escupía la comida antes de ponerla a la mesa. Aborreció toda su vida a su hermano menor, Raúl, por venir a este mundo a distraer a su madre del cuidado que debía ponerle a él. Tuvo un matrimonio trunco con Amalia, una guapa conductora de radio de quien le cuesta desprenderse y con quien, además, tuvo un hijo, Nikita, con el coeficiente intelectual casi en cero y al que se le dificulta demostrarle su amor. Con ese historial difícil sería no pensar en el suicidio, pero, por otra parte, tiene un amigo fiel al que apoda Patachula y dos amigas que lo aman: su perra Pepa y Águeda, con quien alguna vez tuvo un amorío.


V

No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio y ese es el suicidio, escribió Albert Camus, y pareciera que partiendo de esta aseveración Fernando Aramburu se puso a dilucidar de manera filosófica, haciéndolo de maravilla en más de 700 páginas de esta novela que está escrita a manera de diario. En sus 365 capítulos, Toni rebusca en su memoria y registra en su presente con humor, nostalgia, hartazgo y cinismo, los avatares de su vida desde su infancia hasta la madurez plena en la que, cansado, decide que se pondrá fin una noche de verano.


Emil Cioran, ese hermoso pesimista activo, escribió que el suicidio es un pensamiento que ayuda a vivir, pues sin la idea de este, aseguraba, se habría matado desde siempre. ¿Qué quería decir el querido rumano? Que la vida es soportable tan sólo por la idea de que se le puede abandonar cuando uno quiera. Y eso, parece, es lo que pasa por la cabeza del protagonista y narrador, pues, incluso, en más de una línea, dentro de su humor pesimista, lo señala: “Yo creo que la única cosa meritoria que he hecho en la vida ha sido elegir el momento y la forma de mi muerte" o “El mundo sería, no sé si más bello, pero seguramente más pacífico, si todos los hombres conocieran desde la niñez la hora precisa de su última toma de oxígeno".


El 23 de marzo, por ejemplo, se extiende en su diario, mostrándonos una perspectiva más completa: “En mi caso, creo que ya he disfrutado lo suficiente. Lo que me quedase por vivir de aquí a la vejez supondría un añadido superfluo. Tendría que acarrear un fardo cada vez más pesado de tedio, decadencia y penalidades. No quiero apestar a orina de anciano. No quiero que me falte el aliento después de subir con dificultad media docena de escalones. No quiero que nadie me tenga que cortar las uñas de los pies porque no alcanzo con mis propias manos. No quiero que mis escuálidas esperanzas dependan de los fármacos. No quiero andar por el mundo como un ser encorvado, olvidadizo y tambaleante que no entiende nada de cuanto sucede a su alrededor. De los sitios hay que saber marcharse en el momento oportuno”, escribe.


Los vencenjos, del enorme Aramburu, una novela cioraniana, diría yo, pudiera leerse como un enorme tratado sobre el suicidio, pero aseverar sólo esto sería también injusto, pues no merece ser reducida de una manera tan burda, ya que, como toda gran obra literaria, ofrece también al lector un amplio abanico de temas que conducen “al gran centro” de la novela, como dijera Orhan Pamuk.


Es decir, si bien el tema central es el suicidio, no deben ignorarse dentro de su encantador pesimismo, el pensamiento y el trato que da a temas como la ideología y la política, sobre todo cuanto ataca situaciones de la actualidad española, como el separatismo catalán o la fuerza de la ultraderecha con la aparición de VOX: “Una causa, por muy justa que sea, se vuelve dañina tan pronto como la defiende un fanático", escribe.


El amor y las relaciones de pareja son también parte de las reflexiones sardónicas del entrañable suicida, así como la paternidad abominada. De los primeros escribe: “Ese estimulante de las glándulas sudoríparas que en lenguaje popular se denomina amor y que sirve, entre otras cosas, para ensamblar individuos y a continuación amargarles la existencia, a mí hoy día me produce alergia. Más aún, pánico. Te sale de pronto un amor como te sale un carcinoma. Prefiero, por razones de salud, la calma del solitario, del indiferente, del que sobrevive en la soñolienta paz de una fatiga crónica. Nada de cuanto acontece a mí alrededor me interesa. Ni siquiera me intereso yo mismo".


Sobre la paternidad apunta en su diario con la intención de que un día lo lea su hijo Nikita: “Sí hijo, estas páginas que redacto a diario están destinadas a contener mi verdad personal, aunque sea una verdad triste, dolorosa, repulsiva. Y mi verdad relativa a ti es que tendría que poner patas arriba la memoria para recordar un día, un solo día, en que no me hubieras dado un motivo para odiarte. Pude desentenderme de ti hace mucho tiempo, pero no lo hice. Desde un principio asumí la tarea de sobrellevar la paternidad como se sobrelleva un joroba”.


Pero, quizás, el tema cardinal sea la amistad, aunque para ejemplificar como lo he hecho tendría que transcribir 50 por ciento de la novela. Sólo me limitaré a decir que Patachula, Pepa la perra y Águeda son personajes sumamente entrañables que merecen un lugar acogedor en el corazón de la ficción. Fernando Aramburu ha escrito, entre lo ingenuo y lo reflexivo, atendiendo a la distinción de Schiller, una novelota sobre el suicidio, nada deprimente, cabe decir, pero también sobre la amistad, el amor, la paternidad, la política; sobre la vida.


VI

En su ensayo El novelista ingenuo y el sentimental, el Nobel de Literatura turco Orhan Pamuk dice que el verdadero placer de leer una novela empieza con la capacidad de ver el mundo, no desde el exterior, sino a través de los ojos de los protagonistas que viven ese mundo. Y en Los vencejos es tal el poder que tiene Aramburu para que, inmersos en la novela, de pronto nos olvidemos de él como autor, pensemos sólo en Toni y nos hagamos a su cosmovisión. Pocos novelistas, confieso, me han provocado esto y, por eso, a pesar de que disfruté horrores la novela, me he quedado como un lector insatisfecho, porque sé que ese personaje entrañable y su vida no existen en la vida real, sino en el envidiable mundo de la ficción.


Quizá por eso lloré al terminar la novela. Me ha pasado con pocas y, he de confesar también, aún y cuando no es una historia triste, igual solté lágrimas. Tal vez me pasó lo que a Bastian, el héroe de La historia interminable de Michael Ende, quien se ponía a llorar cada vez que terminaba una gran historia y tenía que decirles adiós a los personajes, sin cuya compañía, la vida, describe Ende, le parecía más vacía y sin sentido. Ahora te entiendo Bastian.


VII

No acostumbro a dar órdenes, pero si le gusta la LITERATURA, deje de hacer lo que está haciendo y vaya a leer Los vencejos de Fernando Aramburu y entréguese al último año de vida de Toni, bendito suicida.






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