Por Arlett Cancino

Ser treintañera, soltera y sin hijos, además de las arrugas y los dolores de rodilla, trae múltiples cuestionamientos y miradas prejuiciosas. Enfrentar los juicios de valor sobre el “correcto comportamiento femenino” no es sencillo, puesto que muchas veces vienen del propio seno familiar. Aún ahora, cuando una mujer vive sola no se considera de confianza, pocos vecinos la saludan y la renuencia es más evidente en las esposas. En el ámbito social y laboral, hay hombres que al ver una mujer “sola”, hacen comentarios sexistas o buscan la manera, sin ser la menos evidente, de hacer contacto: rozar la mano, tocar el hombro o la rodilla.
Es sobre todo el tema de la maternidad en el que cuesta más trabajo que una mujer confronte y defina su posición sin estar predispuesta. Desde pequeñas nos asustan con que uno de los peores errores es quedar encinta; primero porque debemos “cuidarnos” y darnos a respetar para no incitar a un hombre que sólo obedece a sus instintos; luego porque una madre soltera es siempre una mácula; no obstante, no tener hijos después de los treinta es también una anormalidad.

Muchas de nuestras madres nos crían con la idea de que la maternidad es una total abnegación por los hijos. Esta entrega es sólo de la mujer, a ella le corresponde y a ella se le exige. Una madre jamás abandona a los hijos, una madre se quita la cuchara de la boca para alimentar antes al vástago, una madre viste al hijo con sus propias ropas, una madre deja de pensar en sí misma para pensar siempre primero en el hijo. Esta concepción se reafirma en la visión de los otros, en los discursos sociales y culturales, cuando se espera que aún seamos una “madrecita santa”.
Bajo esas consignas muchas suprimimos la idea de ser madres, optamos por negar el deseo, el instinto materno, si se quiere ver así, y entonces nos visualizamos egoístas, pues nos creemos incapaces de tal sacrificio. Esta negación surge, sobre todo, porque observamos la ambivalencia de nuestras “cabecitas blancas”, cuando las vemos hartas, inseguras, deprimidas, manipuladoras y culposas. Víctimas de esa entrega exigida y que hacen sin ser conscientes de las consecuencias. “La valoración social de las mujeres como madres y el nivel de gratificación narcisista que las compensa profundamente, facilitan la aceptación de las propias madres del mito impregnado de sacrificio y victimización.”
¿Dar vida es parte de la esencia de ser mujer? ¿Gestar y parir, junto con el trabajo de crianza y la exagerada atención a los hijos nos da una identidad? Muchas son madres porque tienen interiorizada la maternidad como destino natural. Otras luchan constantemente entre serlo o no, entre si lo desean genuinamente o sólo obedecen a lo que se espera de ellas. Las primeras están imantadas a ese único rumbo y transmiten a sus hijas la idea de la servidumbre, se perpetuan como “madrecitas santas” y se creen felices con ello. Las segundas se hallan escindidas porque reconocen su desobediencia, las satisface y las dignifica; pero al mismo tiempo buscan una maternidad distinta que saben que deberán construir a contracorriente y a veces eso asusta.

Creo que en cualquiera de los casos posibles hay dos preguntas imprescindibles: ¿quieres ser madre? Si la respuesta es afirmativa, ¿por qué quieres serlo? Es necesario conocer a profundidad nuestros deseos, identificar los prejuicios que nos bombardean cuando no cumplimos con expectativas ajenas, poder elegir entre tener o no hijos sin remordimientos ni prisas y jamás postergarnos a nosotras mismas ni proyectar nuestras frustraciones en los hijos que gestamos. El asunto no es sencillo, puesto que estamos atentando contra todo un orden simbólico en el que la concepción de la maternidad como sacrificio ha definido lo femenino.
Para profundizar sobre este tema y el estereotipo de la madre abnegada se recomienda el artículo de Marta Lamas “Madrecita santa” en el que se retoma la cita aquí empleada. De igual manera, el trabajo de la misma autora: “Maternidad voluntaria y aborto”.