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Mis ojos en ti


Título: “Mis ojos en ti”

Técnica: acrílico sobre papel

Medida: 30 centímetros

Año: 2021

Autor: Miguel Ángel Cid



El último viaje de Gradiva | Sonia Ibarra Valdez


A Gala y Dalí


Aquí vamos rusa mía, en el Cadillac donde, siempre en el asiento delantero, recorriste conmigo centenares de veces la ciudad. Ahora, me acompañas recostada en el sillón trasero del vehículo. Es el último viaje hacia el castillo de Púbol, aquel que adquirí sólo para ti. Tu reinado terrenal ha terminado, me dejas como descendencia sólo este amor que incinera mis entrañas. Nos reencontraremos pronto, allá en nuestro mundo, en nuestros sueños.


El arte era su enlace, pintura y literatura configuraban la base de su pasión. Escritura, líneas, formas y colores permeaban sus momentos de intimidad. Él, diez años menor que ella. Ella, intelectual, artista, esposa de un poeta y coleccionista de amantes. Se conocieron en España una tarde de verano y su amor fue como una quimera, tan parecido a la obra que él creaba.


París y Nueva York se convirtieron en testigos de su romance. Elena, conquistada por el carácter excéntrico de Chava, abandonó a Paul, el poeta, pero no su interés por otros hombres. Ávida de conocimiento, de arte, de sexo, fue amante de Luis, Max, Andrés y otros artistas y filósofos que, cautivados por su belleza e intelectualidad, la tomaron entre sus brazos sin que ella se resistiera, erigiéndola como su diosa.


Chava escondía tras su atribuida genialidad a un hombre inseguro y desorganizado. Elena le conocía bien y sabía lo que necesitaba, se convirtió así en la intermediaria entre el genio que habitaba en él y el mundo real, aquel del que no podía escapar.


Él, necesitado de la estabilidad que Elena le proporcionaba y fascinado por la inteligencia, creatividad y el voyerismo que ella le regalaba al estar con otros caballeros, nunca se opuso a que su musa tuviera tantos amantes como quiso, y le dio lo que toda ave precisa: libertad.


Chava la nombró Oliva, Lionette, Tapir, Abeja, Gradiva,[1] cada sobrenombre representaba alguna de las características de Elena, tan versátil y completa. Para ella, él personificaba su genio, su pintor, su artista, su amante. Eran un hombre y una mujer que se entendían, adivinaban y complementaban en todas las formas.


Ella le hacia el amor por medio de la lectura, lo extasiaba recitando obras completas durante sus largas sesiones de pintura. Sin Elena, sus libros y sus charlas quizá los cuadros de Chava hubieran carecido del hálito de la creación que los distinguía.


Él la hizo suya con sus pinceles. Cada trazo una caricia, cada color un beso. La penetró en cada forma. Plasmó de ella hasta el mínimo detalle. La deseaba y la amaba en cada una de sus obras. Elena lo instruía, con su inventiva guiaba los pinceles de Chava. Toda su pasión estaba en el amor que él sentía por ella y no tenía sitio para nada más.


Sin embargo, el tiempo castiga y debilita la carne, los huesos. Una mañana de invierno Elena resbaló por una escalera. Una fractura y la decadencia. La nieve y la lluvia extinguieron la sonrisa perfecta y los bellos ojos hundidos de Gradiva. Ella ya no leía y él, él pintaba por la maldita costumbre de hacer algo. Las obras que una vez representaron su amor, su pasión, sus caricias, sus besos y sus palabras, perdieron el color, el sentido, el alma.


Inseparables por más de medio siglo, pasaron su último verano en el sitio donde sus miradas se cruzaron por vez primera.


Adiós Elena, pintando escucharé el eco tu voz leyéndome, enseñándome la magia del arte y de la vida, te poseeré en cada una de mis obras y esperaré la hora de mi último suspiro para reencontrarte.

[1] Gradiva es el título de una novela de W. Jensen en la que la heroína, del mismo nombre, descubre la cura psicológica del protagonista, Sigmund Freud.

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