Por Citlaly Aguilar

Foto: Cortesía
Un joven de unos 20 años es entrevistado por un reportero de una televisora nacional a las afueras del Foro Sol en la Ciudad de México, a quien comenta que las canciones de Taylor Swift lo mantienen vivo. Acto seguido, agrega: “¿Te puedo abrazar? Es que estoy muy contento y quiero llorar”, dice ante la voz atónita del entrevistador que no pudo negarse a tan amable petición y sólo sonríe por tal muestra de afecto.
Años atrás, a finales de 2022, con el resumen musical de Spotify me di cuenta de que escuchaba mayoritariamente música hecha por y para hombres. Mi lista era encabezada por Suede. ¿Y qué tiene? No tengo nada contra Brett Anderson, al contrario, lo amo. Las letras que compuso y su voz al interpretarlas me siguen conmocionando, pero, ¿qué significa eso? ¿Puede la música marcar la vida y conducta de una persona, más aún, su ideología? Ante los resultados de mi Spotify, no pude evitar hacerme preguntas.
En 2020 me di cuenta también de que casi no había leído a mujeres. La literatura universal que me enseñaron en licenciatura y maestría era sólo la historia de la escritura de hombres, generalmente blancos, occidentales, clasemedieros y cuyos temas eran, a grandes rasgos, los mismos: violencia, estupefacientes y cosificación de la sexualidad de las mujeres. Temas, que, dicho sea de paso, son también los que tratan las canciones de Suede y de otras de mis bandas favoritas dirigidas por hombres. Así que inicié un club de lectura que ese primer año se dedicaría sólo a leer escritoras. El resultado me fascinó. Leer a Mariana Enríquez, Toni Morrison, Herta Müller y Pearl S. Buck, entre otras, cambió mi vida por completo. Como mujer me vi ahí directamente y sin tapujos. Ellas eran yo. Jamás me identifiqué tanto en los libros.
Así pues, hice el mismo ejercicio con la música. Después de escuchar siempre rock, folk y demás géneros desde la perspectiva hombruna, me decidí a hacerlo desde las mujeres, pero, como irónicamente no conocía a muchas compositoras e intérpretes, pedí ayuda. Ante este llamado, una de mis mejores amigas, una ex colega y mi hermana coincidieron: tienes que escuchar a Taylor Swift.
La verdad es que muchas veces la escuché sin escucharla. Incluso prefería cambiar de canción cuando las suyas salían en mi lista de reproducción. Me parecía una música hueca, demasiado comercial y sin un registro vocal interesante. No obstante, una noche tranquila, de esas con olor a flores y muchas estrellas en el cielo, me sorprendió “Lavender haze” mientras conducía mi coche en el bulevar. Qué alegría, qué frescura y qué confort hallé en esa bonita canción. Así es la güera más querida actualmente. La que ha sido criticada como plástica, aprovechada, víbora y otros tantos adjetivos que han acompañado a todas las mujeres de diferentes condiciones físicas, económicas, sociales y culturales de todo el mundo en todas las épocas.

Las críticas hacia esta mujer no han cesado desde que inició su carrera. Cómo olvidar cuando en 2009, tras recibir un premio MTV por mejor video, Kanye West se subió al escenario, le arrebató el micrófono y comenzó a decir que Beyoncé tenía una mejor propuesta, dejado a la rubia de apenas 20 años humillada frente al público y las cámaras. Como si eso no hubiera sido suficiente, años después West grabó la canción “Famous” en la que unos de sus versos dicen: “Siento que Taylor y yo todavía podríamos tener relaciones sexuales, al fin y al cabo yo hice famosa a esa zorra”… Ella ha logrado salir avante de todo este asunto y de otros parecidos gracias a su gran capacidad de escribir sobre su vida. Sus canciones son el epítome de la resiliencia y, justamente por eso, un gran ejemplo para millones de mujeres en todos los rincones del hostil y machista mundo.
Folklore es uno de los mejores discos que he escuchado en mi vida. En colaboración con Aaron Dessner y Jack Antonoff, es un álbum precioso y, aunque es el único no autobiográfico, también es uno de los más nostálgicos de la cantautora estadounidense, realizado durante la pandemia por Covid-19 como una válvula de escape ante el desastre de su entonces presente inmediato. Para Taylor Swift la música siempre ha sido eso, como lo señala en los documentales Miss Americana y Folklore: sesiones en long pond studio. “Before I learned civility I used to scream ferociously anytime I wanted”, canta en “Seven”, una de las mejores letras de la música folk estadunidense.
Ante su visita a México a finales de agosto que, dicho de paso, es el título de una de sus icónicas canciones, el país tuvo una neblina mediática interesante. Mientras unos señalaron que ella no se quedaba a dormir en el país y que era xenófoba, y otros dedicaron un análisis para indicar que su conmoción ante el público mexicano fue fingida, hubo otras miles de personas, en su mayoría de entre 20 y 30 años de edad, que hicieron pulseras de la amistad en referencia a uno de los versos de “You´re on your own, kid”. Crearon, además, sus bolsas de plástico ante las políticas de Ocesa y recrearon los atuendos de portadas de discos y videos de la compositora con los que alegraron mínimamente las horribles y antiquísimas estaciones de metro. Incluso, no pasó desapercibido el ministro Arturo Zaldívar gozándose del concierto en primera fila… aunque sólo fuera una estrategia política para obtener la aprobación de las swifties y hacerse pasar por antipatriarca.
Yo no pude ir. El primer día de la gira presenté el libro Desde los zulos, de Dahlia de la Cerda, en mi ciudad, evento en el que compartí con cierta amargura que dicha fortuna se debió, en gran medida, a la precariedad en México. Luego de un año de desempleo e inestabilidad financiera, difícilmente podría darme el lujo de ir a disfrutar en vivo de esa preciosa mujer y su show. De eso va también el libro de dicha escritora: la precariedad es el tema al que muchas y muchos de quienes escribimos nos referimos actualmente. No sólo como desahogó sino como reclamo y crítica urgente. Nadie vive de escribir y “la posteridad es, también, una trampa de las instituciones culturales que se legitiman con el trabajo intelectual de escritores, vivos y muertos, pero no toman en cuenta cómo se produce dicha escritura. Explotan a su beneficio las labores creativas de otros, bajo el sobreentendido de que se escribe por amor al arte”, como bien señala Olivia Teroba en El dinero y la escritura.

Mi hermana pudo asistir a la segunda fecha y aún no logra reponerse. Por mi parte, la entrevisté con esmero: ¿Con cuál canción abrió, con cuál cerró, se aventó el clavado en la transición al Midnights? Nada de lo que ella pudo compartirme me consoló. De verdad hubiera querido estar ahí, con esas chicas que, aunque varias generaciones menos que yo, me han enseñado mucho más que las coetáneas respecto a la música y la amistad.
Las canciones de Swift son una síntesis de toda una generación que lleva en sus genes los aprendizajes de las generaciones predecesoras y que se ha propuesto no caer en los mismos errores; son melodías que inducen a la fraternidad y a adornar con pulseras hasta el húmero de los integrantes de la Guardia Nacional, encargados de la seguridad del evento. Es un mensaje feminista para apoyarnos entre nosotras, para aprender de los errores y para ser genuinamente felices, aunque se trate de un feminismo privilegiado hecho para feministas no tan privilegiadas.
Aún no termina este año y ya siento la resonancia de la chica de Nashville causando una profunda huella en mi cuerpo, no sólo física sino emocional. Sin asistir al concierto, pero pendiente de cada uno de los videos que amigas, conocidos y noticieros compartieron durante cuatro días, pude ser testigo de la neblina de lavanda que ha quedado para siempre en nuestro territorio luego de la visita de The Eras Tour. ¿Puedo abrazarte? Es que me siento tan feliz que quiero llorar.