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Nice dream, carnalito. Allá nos vemos

Por Alejandro Ortega Neri


Para Rich…

hasta allá, donde ya no hay dolor

Le fallé a Lester Bangs. Compré un disco hace dos años y no corrí ansioso a casa para escuchar “cómo eructa el apocalipsis”. No rajé el plástico inmediatamente ni miré sus surcos negros a la primera y, mucho menos, lo deposité en el plato para colocar la aguja y que llegara, por fin, el momento de la verdad: la irrupción de la belleza. No lo hice. Sólo me dediqué a mirar su portada: un maniquí con rostro de éxtasis y dos parches cerca de sus clavículas. Saqué el celular e hice una foto. Abrí el WhatsApp y la adjunté con el mensaje: “Mira, carnal, lo que me acabo de comprar por 380 pesos en una rebaja”. “Ah qué chido. Qué buen disquito y qué buen precio”, contestó del otro lado el buen Rich. “Simón, una ganga”, concluí yo. Jamás pensamos, ninguno de los dos, que sería nuestra última conversación.

*

Nunca me he considerado un gran fan de Radiohead. Los discos que más conozco, The Bends y Ok Computer, se los debo precisamente a dos buenos amigos. No negaré que en mi formación musical estuvo siempre la rola “Creep” -pues el Pablo Honey apareció en los años en que estaba descubriendo el rock-, pero nunca fue de mis favoritas. Siempre sentí que tenía una deuda con la banda, quería escucharla con mayor atención, con calma, disco por disco para masticar despacio cada una de las canciones. Pude hacerlo hasta que apareció el bendito Spotify y concluí lo que ya sabía, que el segundo y el tercer disco de los británicos eran mis favoritos y que, a pesar de que Ok Computer es considerado por los verdaderos fans como la gran obra maestra, con The Bends fui tejiendo una relación especial.


Primero fue “Fake Plastic Trees”, la cuarta rola del disco que eligieron como sencillo fuera del Reino Unido en el lejano 1995. La triste voz de Thom Yorke hizo irrupción en medio de una velada compartida con verdaderos fans de la banda. Me heló la piel. Entre pláticas y carcajadas no alcanzaba a descifrar de lo que hablaba, incluso, a pesar de detectar la historia fácilmente, para mí sigue siendo una incógnita lo que hay detrás de ella; no creo que un terreno cubierto con naturaleza de plástico haya provocado el llanto del vocalista así porque sí. Ni el mío tampoco.


La voz de Yorke es peligrosa. Desde el inicio de la canción su falsete acompañado del lento rasgueo de la guitarra acústica te avisa que en el paisaje interior se asoma la tormenta. Conforme avanza, uno deja de ponerle atención a la letra para tratar de descifrar qué pasa dentro del pecho y en la mente; tratar de entender por qué los ojos se han anegado en lágrimas, síntoma de que el dique fue vencido. Son casi cinco minutos los que dura la canción, pero a los dos minutos y 40 segundos, en el punto más alto de la rola cuando Thom se desgarra y canta “She looks like the real thing/She tastes like the real thing/My fake plastic love”, sabes que dolerá para siempre.


¿A esto se refería Arthur Schopenhauer cuando hablaba de la inexpresable profundidad de la música? Es decir, cuando la comprendemos fácilmente y, sin embargo, no podemos explicar lo que le produce a todo nuestro ser más íntimo. ¿Acaso es esto?


Apenas terminó la canción, supe que era mi favorita de Radiohead, más que “Karma Police” y “No Surprises” que siempre me han parecido hermosas, pero ninguna provoca en mí lo indescifrable que sí hace “Fake Plastic Trees”. Luego vinieron “High and Dry” con su estribillo inolvidable y necesario en las caídas; “Nice Dream”, que con su melodía tan amable me condujo casi a la ataraxia; “My Iron Long” con intro beatleaniano y distorsiones ruidosas que me dijeron que la banda iba en serio; “Bullet Proof…I Wish I Was”, nostálgica y etérea para volar a medianoche; “Blackstar”, que desde los primeros versos en agudo, luego del fade in, te vuela la cabeza, y “Strees Spirit”, el fade out del álbum que le pone el último clavo al ataúd sonoro en el que te metieron durante todo el disco.


Dicen los verdaderos fans que The Bends es el disco que marcó la transición de Radiohead para lograr, en 1997, su gran obra maestra, Ok Computer, y siempre he considerado que los álbumes de transición son los que hacen más valiosas a las bandas porque en el arriesgue de cambiar un sonido se enfrentan a un sendero bifurcado: saltar al vacío o llegar a la cima, y los que logran esto último son pocos. Por eso para mí, sin ser un experto en los británicos, The Bends es el gran álbum.

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A veces, en los peores lugares y durante las horas malditas, la vida te presenta a las buenas personas. Conocí a Rich en una cantina del centro de Guadalajara en 2013 y al verlo no supe si estaba ante un reflejo, pues vestíamos de manera similar: camisa a cuadros desabotonada y con los puños arremangados, pantalón de mezclilla con una cadena colgando a un costado, tenis y una barba poblándonos el mentón. Lo único que nos diferenciaba eran los expansores que él traía en ambas orejas y sus tatuajes en los antebrazos. Por la facha, traté de adivinar que también caminaba por los senderos del metal, específicamente por el death melódico o el progresivo, pero al preguntarle me sorprendió con la respuesta de que su feeling se activaba en el britpop. Radiohead era su banda favorita, supe después.


La amistad se fue consolidando mientras los tarros de cerveza se vaciaban y las horas se consumían en torno a la mesa de un bar que en el nombre llevaba la etiqueta: Pulp. ¿Qué podrían tener en común un diseñador gráfico y un historiador? Nada salvo la música. Pero ahí pasamos horas conociéndonos, carcajeando de la vida y la muerte, y brindando por la coincidencia, esa trampa que pusieron los dioses para que dos desconocidos que se vestían de forma similar terminaran hermanándose.

En 2018, Rich comenzó a formar su colección de discos de vinil. Fue creciendo rápido y al finalizar el año tenía ya un repertorio selecto. Llegué a su casa el 25 de noviembre y -metiche como siempre- me dejé ir como morrillo en juguetería a sacar cada ejemplar para apreciarlos con calma, como se posa uno frente a los tesoros: con incrédula felicidad. Entre ellos estaba The Bends e inmediatamente le pedí que lo pusiera por el lado uno, claro, en el que está “Fake Plastic Trees”: Thom Yorke comenzó a cantar.


Escuchamos el disco completo y recordé una frase del libro Vernon Subutex 1, de Virginie Despentes, que leía por ese entonces. Lo saqué, hice una foto del ejemplar junto al disco y la publiqué en Instagram con la frase: “Los colegas son otra cosa. Escuchar discos juntos durante años, ir a conciertos y hablar de grupos son vínculos sagrados”. ¡Cuánta razón tenía la francesa!


Por influencia de mi amigo y con su orientación, compré también mi consola y decidí iniciar mi colección de vinilos. Me hice adicto a Amazon y revisaba los precios de los discos innumerables

veces al día hasta que di con la fortuna de encontrar el The Bends a precio de ganga: 380 pesos. ¡Comprar! Llegó a la puerta de casa el 25 de mayo de 2021. La última vez que Rich y yo nos vimos fue en diciembre de 2019, luego llegó la pandemia de Covid-19 y él no salió de Guadalajara ni yo de Zacatecas. Whats esporádicos eran nuestro canal de comunicación y quise presumirle la compra. Coincidimos en que hacía falta vernos y escuchar música. Ya no pudimos.


El 13 de junio, desde el momento en que sonó el timbre del Messenger y vi quién era el remitente, supe que las cosas no iban bien. Héctor, otro gran amigo de los últimos años de Rich, me contactó para comunicarme que estaba enfermo. Hablamos brevemente por teléfono y la noticia era peor de lo que imaginaba: la gravedad de la enfermedad era irreversible y le quedaban, si acaso, meses de vida, dijo. Inició el viaje a Guadalajara.


La última madrugada que pasamos juntos fue la peor de nuestra historia. Fue la madrugada del 17 al 18 de junio. Él, postrado e inconsciente en una cama fría de hospital, y yo, sin poder ayudarlo. Lo más que podía hacer era cuidar que no moviera el brazo para no interrumpir el cauce del suero hacia su cuerpo y cubrirlo un poco cuando se descobijaba. Pasé la noche completa a su lado. No hubo charla ni risas y la única música que escuchamos fue el horrible sonido de las máquinas del nosocomio y uno que otro quejido de los enfermos de al lado.


La hora de despedirnos llegó con el amanecer. Toqué su mano y luego besé su frente. “Carnal, te quiero mucho. Ya me voy”, le solté con la voz apagada. “Allá nos vemos”, me contestó sin fuerzas y en el umbral de la agonía. No supe si se refería a Zacatecas, porque era su forma de anunciar que me visitaría, o si estaba diciendo que me esperaba allá hacia donde se dirigía, al otro lado del silencio. Al verlo ahí, no pude dejar de compararlo con la portada del disco de su amada banda y pensé en decirle “Nice dream”. Murió cuatro días después.

*

No tuve valor para abrir mi vinil de Radiohead durante el resto de 2021. Lo hice hasta el año siguiente y justo el día del aniversario de su muerte: 22 de junio. Me negaba a hacerlo porque en las reuniones o en el playlist aleatorio cuando salía “Fake Plastic Tree” o cualquier otra rola de la banda, los ojos abrían sus compuertas, pero ese 22 de junio de 2022 me armé de valor y rasgué

el plástico del The Bends, abrí también una “chelita” en su honor y dejé caer la aguja sobre los surcos negros para que la magia irrumpiera. Sabía que no saldría bien parado pero mi carnal lo merecía. Una por los buenos y viejos tiempos.


Se cumplen ya dos años de su muerte y mi relación con ese disco de los británicos sigue siendo extraña: por un lado, lo amo profundamente y, por el otro, le temo; pocas rolas me vapulean duro como las que conforman ese álbum. Nietzsche decía que la música no se escucha solamente con el oído sino con todo el cuerpo y con el The Bends confirmo lo que el bigotón alemán apuntó, pues cuando la aguja se levanta y el scratch se apaga, mi cuerpo yace dolorido por la sacudida que me provocan no sólo los rasgueos y la voz chillona de Yorke, sino también los recuerdos de uno de mis hermanos por elección y el peso enorme de su ausencia. “Allá nos vemos”, carnal.








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