top of page

No hay consentimiento, ni una “fingida resistencia”

Por Arlett Cancino

Foto: @vedacris


Consentir significa permitir o condescender a que algo se haga, incluso si no se está completamente de acuerdo o convencido con el hecho. El matiz de este verbo ha definido históricamente las relaciones entre hombres y mujeres. Las mujeres consienten y permiten cierto tipo de relaciones sin estar convencidas o seguras, y los hombres emplean múltiples estrategias para conseguir ese asentimiento a medias; aceptan como una afirmación el “lenguaje femenino” con el que se determina a nuestro género: una sonrisa tímida, una mirada de soslayo con un pestañeo lento, el movimiento de la cabeza para quitarse los cabellos de la cara.


También ven como aceptación de su “galantería” la amabilidad, la deferencia que una mujer hace por educación y respeto, el cuidado personal y el interés por sentirse bellas (el color carmín de los labios, el uso de tacones o vestidos ajustados); incluso, el hombre piensa que la mujer accede porque la ve sonrojarse, aunque esto sea por la incomodidad de tenerlo encima buscando atención. Así, casi cualquier señal de la mujer, cualquier rasgo femenino con que se nos distingue culturalmente, se considera consentimiento.


El extremo es que creen que al no rechazar o no negar verbalmente, la mujer está consintiendo de forma inmediata que se continúe con la acción. No importa si pones tu bolsa en las piernas para evitar que las sigan tocando, que retires tu mano cuando el otro posa la suya o que te den su número sin pedirlo y que se queden esperando el tuyo; para el hombre no hay negativa, porque ha sido educado para ver en nosotras una “fingida resistencia” a sus tentativas. Las mujeres deben estar siempre receptivas a su acercamiento, se nos adiestra para aceptar el coqueteo, aun si no comprendemos su naturaleza y desconocemos cómo ellos interpretan nuestro comportamiento.


Hemos sido receptáculo de un simbolismo sexualizado en el que cualquiera de nuestros gestos se interpreta como una invitación. Este condicionamiento nos lleva a sentirnos culpables cuando rechazamos y vemos como él se va ofendido, herido, consternado, diciendo que lo estábamos malinterpretando; luego terminamos pidiendo disculpas y condescendiendo a su deseos. Muchas pueden decir que no es su caso y que ellas sí saben poner límites, pero ¿cuánto tiempo les tomó aprender a hacerlo? ¿cuántas veces se percataron de que estaban consintiendo algo que no las convencía del todo?


Por eso es fácil que depredadores se acerquen a niñas y jóvenes, quienes aún no entienden las implicaciones del acercamiento de un hombre mayor. Tales adultos abusan de sus carencias emocionales y del poco conocimiento que tienen sobre sí mismas, traslapan la necesidad de cariño y empatía de la adolescente a su deseo y satisfacción sexual. Ellas saben a medias qué está sucediendo, pero puede más el hambre de cuidado infantil, y consienten; terminan por creer que el amor verdadero es ese.

Así le sucedió a Vanessa Springora a finales de la década de los setenta en una Francia que defendía la liberación sexual y permitía los “acercamientos” entre adultos e infantes. En ese contexto no resultó extraña la relación entre ella, una niña de 14 años, y el escritor Gabriel Matzneff, de 50. En su libro El consentimiento describe el enamoramiento del que fue víctima y la enorme culpa que ha cargado toda su vida por consentir: “¿cómo admitir que han abusado de nosotros cuando no podemos negar que lo hemos consentido? ¿Cuando, como en este caso, hemos deseado a ese adulto, que no tardó en sacar provecho? Durante años también yo lucharé contra la idea de ser una víctima y seré incapaz de reconocerme en ella.”


Nuestra construcción socio-cultural como mujeres nos impide darnos cuenta de los abusos de confianza que se dan en nuestras relaciones; a V. le costó mucho trabajo entender hasta qué grado la relación con G. fragmentó su identidad y la convirtió en un recipiente en el que los demás depositaban sus deseos. Aceptarlo implicaba admitir la culpa de haber consentido y haber permitido su propia degradación.


Más adelante, con algo más de madurez y de coraje, optaré por una estrategia diferente: decir toda la verdad, confesar que me siento como una muñeca sin deseo que no sabe cómo funciona su propio cuerpo, que solo ha aprendido una cosa: a ser un instrumento para juegos que le son extraños. Cada vez la confesión se saldará con la ruptura. A nadie le gustan los juguetes rotos.


Si como adultas preferimos aceptar, eludir y minimizar estos comportamientos antes que confrontar, ¿qué opción les queda a las niñas y adolescentes? Si nosotras sólo somos medianamente conscientes de esta problemática, ¿cómo pedirles a ellas que estén alertas? Debemos emprender una búsqueda por comprendernos como seres sociales e individuales, preguntarnos qué implica para cada una ser mujer y qué para la sociedad que lo seamos. Al entenderlo será más sencillo perfilar las relaciones que queremos y permitimos, nos será más fácil decir NO sin sentir arrepentimiento.

Por otro lado, está reflexión sobre nuestros consentimientos no debe recaer únicamente en las mujeres. El hombre también debe cuestionar la visión que tiene de nosotras: qué espera cuando se acerca, qué señales está malinterpretando. Debe someterse a una crítica interior sobre su construcción identitaria y reconocer qué elementos de ella son machistas, misóginos o sexistas.

A Springora le tomó años asimilar que el consentimiento de ser amante de un hombre mayor guardaba una negativa implícita a la que ella debía aferrarse para concebirse como víctima y así trasladar la culpa a quien de verdad debía sentirla: Matzneff y la sociedad francesa de su tiempo.


El libro de Vanessa se publicó en 2020 y desde el inicio puso en duda la permisividad de este tipo de abusos en la sociedad intelectual de Francia y del mundo, ya que es una práctica pasada por alto entre escritores y artistas, quienes justifican su comportamiento argumentando la necesidad de alimentar su genio creativo. Ahí, la mujer sigue funcionando como musa, objeto de obsesiones y pasiones.


(Springora, Vanessa. El consentimiento (Spanish Edition). Penguin Random House Grupo Editorial España. Edición de Kindle).


bottom of page