Por Mónica Maristain

Hace poco escuché por ahí que Japón estaba en serios problemas para organizar los Juegos Olímpicos. Pensé, qué importante eran antes los JJOO y ahora la verdad es que, si no se hacen, no creo que pase nada. Es probable que yo estuviera haciendo un análisis personal. Cuando cada cuatro años veía cómo ir a cualquier parte del mundo para estar en ese encuentro deportivo y me daba precisamente una emoción tan grande ver a los deportistas que se preparaban para la victoria, para la medalla, para eso que probablemente entonces, tampoco importaría a nadie.
Una vez hablé muchísimo en Stuttgart, durante el Mundial de Atletismo, con Javier Sotomayor, el ídolo del salto de altura (2,45 m, el récord mundial en salto de altura que firmó en 1993, en Salamanca), quien tenía un ojo tuerto y era tan simpático. Mirarlo saltar era como un duelo al horizonte, por donde pasaba su cuerpo largo a decirnos: –Este es el límite.
Claro que cuando descubrimos que por un amor horrible contra Ana Fidelia Quirot, la hermosa atleta, se prendió fuego, se salvó de milagro. Hoy anda con las cicatrices de aquel momento y con él, tan simpático como siempre, no se podía hablar de ello. Cuba tapó todos los dramas “sentimentales” de este ojo inquieto, que andaba mirando todas las mujeres y dejó “el accidente” de Ana Fidelia como algo que pasó inesperadamente, cuando ella llevaba la hija de Javier, que murió más tarde por agravamiento en sus funciones neurológicas.
Eran esos tiempos del deporte cuando cualquier gesto tenía una mirada en la política. Es cierto que extraño esos Juegos Olímpicos que eran importantes para mí, pero hoy, si veo alrededor, creo que tampoco son trascendentes para nadie.
Creo que los últimos fueron los de China 2012, mientras que el Mundial de Futbol acelera su influencia, los JJOO no son como aquella vez que nos fuimos a Mónaco –fuimos contigo, Sacha- y horrorizados vimos como la Coca Cola le había ganado a la cultura. En lugar de Grecia, que le correspondía por los 100 años en la historia, le tocó a Atlanta, la sede del refresco. Fueron unos juegos raros, plastificados, con un atentado en plena sala de prensa. Escuchamos un estallido, alguien me dice: es un atentado, pero hoy veo todas esas cosas como en una película.

¿Cómo hice eso? Yendo a Atlanta sin hotel, buscando luego uno de esos de paso, los dueños eran indios. ¿Cómo llegaba a los estadios? Recuerdo que en ese viaje a Atlanta descubrí a Keith Jarrett y vi a los Lady Smith Black Mambazoo en un teatro donde éramos tres personas. No había, como ahora, una “idea de la globalización”.
Recuerdo, eso sí, caminar por Barcelona ’92, los grandes Juegos Olímpicos del siglo XX. Veo el rostro de Michael Jordan al lado mío, como un cuerpo que comparte el aire de ese muchacho al que luego disfruté en la serie The Last Dance. Me veo estar en el Camp Nou, cuando España ganó la medalla de oro y yo por entonces me sentía catalana. Bueno, de hecho, descubrí ahí que mi apellido es catalán (yo pensaba que era vasco) y que probablemente algún antepasado mío esté tratando de participar en política, mientras yo, borracha de amor por Pasqual Maragall, alguien poco reconocido en su labor de entonces y que hoy tiene Alzheimer, ya no debe de recordar nada esas danzas de todos los países en la final de los Juegos Olímpicos.
Es tiempo de virus. No tenemos ganas de nada. Aunque Japón diga que no, es probable que no haga la competencia. Los chicos, mientras tanto, perdidos en ese celular que un día trae mangas, otros, videojuegos.