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Pasos al cielo

Por Arturo Aguilar Hernández

Foto: Alejandro Ortega Neri


Lo desconocido es la esencia del miedo. Es común que un bosque lóbrego con enormes árboles, bañado en neblina, donde no se escucha sonido alguno y que inspira zozobra abra los relatos visuales de las películas escalofriantes que tanto nos gustan. Sin embargo, no hay que generalizar porque lo desconocido provee, además, grandes cantidades de aventura. La gente que goza de ser pionera, ve en lo desconocido la oportunidad de poner su nombre donde no estaba; ve incitación al viaje y la oportunidad de poner orden en el caos que provoca tal miedo. En ese punto medio podemos hallar al lector.


Lo desconocido también trae un sinfín de sensaciones incrustadas en lo más hondo de nosotros: emoción, ansiedad, alegría, miedo, cierto anhelo y necesidad de certidumbre. Así como el aventurero desafía lo desconocido y echa el miedo por la borda, hace lo mismo el lector. Leer, a menudo es entrar en conflicto con nosotros mismos, con el mundo que ya tenemos, el que ya está dado, en el cual nuestras opiniones, valores, concepciones y más están ya fincadas, y que rara vez aceptan discrepancia. Es en ese hueco temporal cuando el lector echa por la borda su miedo y se atreve a leer a los demás para poner a tambalear su propio mundo. Entiende que el diálogo está, precisamente, con nosotros mismos antes que con el mundo.


Cuando se surfea en las aguas de tinta de un libro y el pacto de verosimilitud se da tan bien, al grado de lograr la simbiosis libro-lector, esas aguas que eran bravas al principio, se apaciguan y se puede ir en calma porque el estilo del libro se asimiló. Sus palabras, oraciones, tramas, historias y personajes no son ya ajenos. Llega un momento en que nos sentimos como Poseidón en esas aguas y deseamos, en el fondo, que el final no llegue. En mi caso, suelo extender lo más que puedo los capítulos finales cuando me vuelvo uno con el libro. Al finalizarlo, se digiere, analiza, aterriza y se encuentra un recoveco en la realidad en la cual poner en práctica el “Yo” que nace después de esa lectura. Y justo cuando se llega a la calma, la antítesis de esta se invoca al abrir otro libro.

Foto: Alejandro Ortega Neri


Quien abre por primera vez un nuevo libro teme, porque recién salió de una tormenta marina y presuroso desea enfrentar otra. Ambivalencia lectora. Vienen nuevos temas, oraciones, ideas, situaciones, estilos, olores e imágenes que hay que domar. Se renace como el Fénix y luego el proceso se eterniza como Uróboro porque la lectura es también una bella adicción. Del fin del libro cerrado se corre irreversiblemente a la vida del libro recién abierto, un Samsara, un bucle, un agujero de gusano eterno que funciona con sangre; con sangre caliente de pasión y euforia que nos llena de empuje y arrojo; aventamos miedos a la página en blanco, a las primeras palabras, abrimos camino y surcamos renglones recogiendo ideas, tópicos y frases para cuestionar el mundo.


El lector es el campo de batalla entre el miedo y la valentía, entre la certidumbre e incertidumbre, entre seguir siendo los que ya somos o atrevernos a ser quienes seremos después de leer un libro. El lector es una transformación constante en la que recogemos todo lo que los libros nos regalan. Los libros elevan al lector y se convierten en escalones que lo llevan hacia esa parte divina dentro de sí mismo. Leer es dar pasos al cielo.


Foto: Alejandro Ortega Neri

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