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Réquiem poética: la poesía en un país violento

Por Alejandro Ortega Neri


Una vez, un hombre solitario y triste, de nombre Mircea Cărtărescu, dijo que la poesía tiene el poder de hacernos levitar cuando todo se está derrumbando; pero no solamente eso, apuntó el nostálgico rumano: la poesía es también una salida que puede liberarnos de una vida completamente plana y horizontal, pues los poemas son una forma particular de contemplar el mundo más allá de los sentidos y lo que dicta el razonamiento, como si fuera la visión de un niño autista ante la realidad.


¿Pero puede la poesía salvarnos cuando todo se ha teñido de rojo, cuándo se siembran cuerpos en las fosas de las angustias, cuándo las sogas gruesas y bien trenzadas ahogan los últimos gritos de los que se suspenden al amanecer, o bien, cuándo el llanto se vuelve la música de los éxodos provocados por el sobrevuelo de la muerte que cambió la guadaña por un arma de alto calibre? ¿Podemos levitar de la mano de la poesía sin fenecer por tanta herida que ha dejado el dolor? ¿Pueden los versos protegernos de las balas?


Me atrevería a decir que sí, porque la poesía cura como si fuera la saliva de una madre vertida sobre un raspón; aunque a veces arde, nos hace retorcernos de dolor y extrae lágrimas gordas y lentas que van a desvanecerse más abajo del mentón. Pero sí salva, sí cura, sí nos lleva a levitar en el derrumbe, porque la palabra, cuando se utiliza para encarar la violencia, persiste, y además, en la búsqueda de la justicia o un grito, honra la memoria de quienes nos fueron arrebatados.

Foto: El Reborujo Cultural


Al menos, así lo entiende el poeta Luis Miranda Rudecino en su libro Réquiem poética. Epístola a Ramón… (Texere, 2022) un poemario precisamente en forma de epístola en el que el autor presta sus palabras y su desesperación a la eterna musa Fuensanta para que sea ella quien transmita el mensaje a Ramón y le haga saber que la bizarra capital de su estado ya no es lo que era: ahora la cruzan balas que asesinan jóvenes y el Día de Reyes da miedo despertar ante la presencia de un regalo macabro como el que dejaron a sus espaldas. ¡Qué insolencia, Ramón!


Miranda Rudecino parte de distintas formas de expresión para gritar el dolor. Sus registros poéticos van desde el verso libre, pasando por el haikú, la secuencia Fibonacci hasta el caligrama, por mencionar algunos. El resultado, más allá de la estructura, es un reclamo, un grito desgarrador desde el centro de la poesía para soportar la pesadilla que nos ha implantado la violencia incesante, la que mata diario, la que puebla las primeras planas de los periódicos que se imprimen en la tierra del bardo jerezano, en donde la sobrevivencia se práctica a toda hora.


“Juguemos con la muerte Ramón, ya que es una fiesta consumada”. “Caminamos/con tu muerte/ de un lado y con tu sonrisa alada por el otro Ramón/ En este tiempo/inesperado/este tiempo que nunca quisimos que llegara”. “¿Y para qué poesía si no dejan de asesinar a nuestras mujeres Ramón?/ ¿Para qué escribir el verso perfecto?/ ¿Recuerdas esos ojos inusitados de los que siempre has hablado?/no existen más/la poesía y nosotros estamos desolados/ ¿Y para qué poesía si no puede salvar una sola vida?/ ¿Para qué Ramón?” escribe Fuensanta agobiada por la desesperación.


Réquiem poética, además de ser una obra en la que el dolor y la angustia se tornan en poesía, puede fungir también como un testimonio de los días aciagos que parece no terminan. Ahí también reside su valor, porque el poder que emana de testificar, nos ha dicho Enrique Díaz Álvarez en su ensayo La palabra que aparece. El testimonio como acto de supervivencia, no radica en el sujeto sino en la palabra misma, y si le sumamos que esta se viste con la poesía, puede ser más contundente.


Miranda Rudecino es un poeta que utiliza las palabras de forma sabia; no las coloca en los versos de manera fortuita, no las encabalga solamente porque sí; sabe que tienen un poder inconmensurable y que, aun cuando se les puede contar sus letras, medir la zona que ocupan en el papel, la cantidad de tinta que necesitan para ser impresas, el verdadero espacio de las palabras, si le hacemos caso a Álex Grijelmo, está en los lugares más espirituales y etéreos del ser humano que vive todas las terribles historias de violencia.

Foto: El Reborujo Cultural


Por eso ellas, las palabras, permanecen en los sentimientos, descansan en la memoria y luego sobrevienen con fuerza a remover las conciencias, a gestarse como ideas, pensamientos, razones, conceptos y poemas como los escritos por Luis Miranda, que no solamente encaran a la violencia desde la estética, sino que le hacen frente también desde la estridencia para así dotar de rostro y darle su lugar al desaparecido, a la víctima de feminicidio.


Cabe aclarar que no estamos frente a un autor que le interese manifestar una postura política, ni mucho menos ser panfletario: estamos frente a un poeta comprometido con que la poesía no se marchite, no muera cercenada o encobijada; más bien la quiere viva, para que se sume con todo el poder de su palabra al grito de justicia que paulatinamente se nos va atorando en el cogote.


La poesía no sólo habita las pequeñas tragedias del hombre, también está en las grandes y esta es una de ellas. Por eso este libro vienen a ser urgente y necesario, porque todo se está derrumbando y necesitamos la poesía para levitar, para no olvidar a nuestros muertos, a la hija desaparecida, a los que se los ha tragado la tierra de esta patria que ya no es impecable ni diamantina; para insuflarle vida a la madre que busca, al padre que lucha; para creer que la belleza de la palabra escrita, si bien no puede ayudarnos a vencer a la muerte y soportar una vida de ausencias, sí logra que ambas, la vida y la muerte, sean más llevaderas en el espanto, pues la palabra acaricia, besa, sana.




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