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Roberto Bolaño: la literatura de la supervivencia

Por Mónica Maristain

Foto: Cortesía


Siempre pienso en Roberto Bolaño como Marco Stanley Fogg, el protagonista de El palacio de la luna, de Paul Auster.


“Fue entonces cuando empecé a leer los libros del tío Víctor. Dos semanas después del entierro, elegí al azar una de las cajas, corté cuidadosamente la cinta adhesiva con un cuchillo y leí todo lo que había en su interior. Resultó ser una extraña mezcla, embalados sin ningún orden o propósito aparente. Había novelas y obras de teatro, libros de historia y de viajes, manuales de ajedrez y novelas policíacas, ciencia ficción y filosofía; un caos absoluto de letra impresa. No me importaba. Leí todos los libros hasta el final y me negué a juzgarlos. Por lo que a mí concernía, cada libro era igual a todos los demás, cada frase se componía del número adecuado de palabras y cada palabra estaba exactamente donde tenía que estar. Ésa fue la forma que elegí de llorar la muerte del tío Víctor. Una por una, abriría cada caja, y uno por uno, leería cada libro. Ésa era la tarea que me había fijado y la cumplí hasta el final.”


El libro del neoyorquino es un duelo constante por su tío Víctor, la única persona a la que Marco quiso más que a nadie, que murió muy joven, lo dejó solo y apenado y, por supuesto, sin tener a dónde ir. La literatura, aunque sea barata y represente “el caos absoluto de letra impresa”, es para Stanley una línea de supervivencia.


Luego pasa mucha hambre, se queda más delgado que de costumbre y viene una chica china, Kitty Wu, a salvarlo, pero antes que eso, la mirada en los libros de su tío es una condena a la vida; es la perpetuación de la respiración y de encontrar cierto orden en la existencia. No es un hombre pensando cómo nos sugiere la escultura de Auguste Rodin, sino un hombre leyendo, un hombre que está en la acción y que nos semeja a la escultura de 25 metros de alto, Monumento al Obrero y a la Campesina, realizada por Vera Mújina en acero cromado y que fuera llamada en sus días un “himno al mundo nuevo”.


Leer y escribir son fruto de la acción, no del estatismo. Ese es un pensamiento constante en Paul Auster y por supuesto en Roberto Bolaño. El himno al mundo nuevo que se erigía por entonces como respuesta a los crímenes del nazismo, podría ser pensar también en la gran izquierda latinoamericana, que, entre montoneros, tupamaros y tantas guerrillas libertarias a lo largo del continente, construyó un sueño posible, hasta que todo se cayó como en la película Octubre, de Sergei Eisenstein, con una multitud derribando una estatua del zar Alejandro III. Claro que el cineasta no vivió hasta 1956, cuando los ciudadanos de Budapest destruyeron la estatua de Josep Stalin.


La gran derrota de la izquierda latinoamericana se corresponde con aquel júbilo y con la acción de los obreros y campesinos que fundaron la hoy tremenda Unión Soviética, el hoy infame capitalismo.


Un chiste escuchado en la militancia adolescente: “el capitalismo vive sus últimos momentos, se caerá pronto”. Resultado, todos somos el producto de aquel gag absurdo que de pronto nos hacía reír, cuando no nos hacía llorar. Somos el resultado de un chiste o el chiste mismo.


“Querida Mónica: No seré yo el que te diga que en política la realidad y el deseo son dos cosas bien distintas. Para mí Lula es, en principio, un antiguo obrero que promete hacer lo posible para que todos los brasileños coman tres veces al día. Como objetivo político, o de política social, no está mal, es razonable, aunque como utopía es francamente pobre. Es como si Joyce, por poner un ejemplo de utopía literaria, hubiera dicho que su objetivo era combatir el analfabetismo irlandés y hacia ese fin hubiera dirigido todas sus energías. Sobre todo, porque Joyce, si se hubiera dedicado a alfabetizar, no hubiera conseguido nada, que será lo que Lula, mucho me temo, conseguirá al final de su mandato. La gente seguirá suicidándose después de cada derrota de la selección de fútbol, la gente seguirá votando a Menem, la gente seguirá yendo a misa, la Marcha sobre Roma del fascio es imparable y se repite no cada año sino cada día, minuto a minuto. Quién gana. No gana nadie. Se podría pensar que gana la canalla sentimental, pero en realidad no gana nadie.”


Como buen previsor, Roberto ya sabía de la derrota de la izquierda, sabía de Latinoamérica destruida y sabía que en estos tiempos nos iba a inundar el fascismo, la derecha recalcitrante y que no iba a ganar nadie.


Ese sentido, el de la supervivencia, Roberto Bolaño, nacido en 1953, una generación que es la antesala de lo que somos ahora, la generación siguiente, una que entiende poco y que no sabe muchas veces donde ir, la trasladó a su vida personal.


Roberto Bolaño es un resto de la derrota de la izquierda latinoamericana. Busca sobrevivir fuera de su patria, donde hay traidores y donde no ha podido construir un futuro. Claro, él no sale de Chile voluntariamente, lo lleva a México su madre y lo larga por esos caminos coloniales a vivir. ¿Hubiera sido como Pedro Lemebel, dolido en su gracia, molesto hasta el cansancio, de haberse quedado en Chile?


Desde ese chico que se condolía por los drogadictos en Barcelona hasta el hombre que comienza a experimentar las mieles del éxito y luego muere, hay una existencia vivida a contrapelo, en la que todas las fichas del juego venían equivocadas y donde él, sin ninguna ayuda y sin ningún beneficio natural (no era como su padre, el boxeador, el que se ponía el destino de frente y trataba de darle una trompada), comienza a construirse.


Roberto Bolaño no tiene formación académica. Hay un abismo entre los doctores y licenciados que se ponen a hablar tan floridamente de la experiencia literaria, hasta su literatura hecha precisamente en los rings de boxeo, porque recordemos: la literatura era para él acción y también un lugar de refugio ontológico.


Ahora hay una persona que trabaja en el metro de Buenos Aires y que es un escritor. Cada vez que le hacen una nota los periodistas ponen ese detalle que para el mercado constituye un hecho invaluable de su biografía. Sin embargo, Kike Ferrari, que ha dicho al diario de Sevilla “A mí me tocó ser el pitufo que limpia el metro”, no es como Roberto Bolaño. Recibe un sueldo todos los meses, cobra el aguinaldo, viaja cuando le dan vacaciones, algo muy lejos de la vida del autor de Los detectives salvajes.


La literatura era un trabajo. Un trabajo como dice hoy Ray Loriga: “Decían que era un autor maldito… ya entonces me parecía banal. Ya te digo que no tiene nada de maldito ser escritor. Estás leyendo durante horas y trabajando mucho. Es una vida bastante sosa. Te dedicas a estar en un cuarto… es lo que he hecho prácticamente toda mi vida. No sé a qué se referían con aquello de maldito…”.*

Roberto Bolaño no es un escritor maldito, sino un escritor superviviente. Tanto así que antes de vivir los cinco años que van desde 1998, cuando publica Los detectives salvajes hasta su muerte, el 15 de julio de 2003 en el Hospital Universitario Valle de Hebrón, Barcelona, sus trabajos fueron varios: desde trabajar en un camping hasta vender bisutería en un negocio que tenía su madre.


En el medio se formaba, se construía. Dice el estudiante ecuatoriano Marcelo Báez Mesa que Bolaño “es constantemente crítico con la sombra del pedagogo. No tiene estudios formales. Lee por su cuenta, aunque no se considera alguien que se ha enseñado a sí mismo. “Hablar de autodidacta es un error de concepto”, declaró en alguna ocasión, “yo leí mucho, hubo autores que me enseñaron lo que sé”. De hecho, se pueden encontrar muchas reseñas periodísticas de la “maestría” bolañesca con afirmaciones como “el maestro de la generación post boom”, “el maestro de las voces” o “el penúltimo maestro”.**


“Era un maestro. A veces un maestro un poco duro, pero creo que hubiera sido un buen maestro, quizá como herencia de su madre. Roberto tenía temperamento de líder, así que constantemente quería reafirmar sus teorías y que la gente lo siguiera, por lo cual también era muy tozudo, no era fácil a veces hacerlo razonar o lograr que cambiara de idea”, afirma su última mujer, Carmen Pérez de Vega. ***


En el sentido de líder, de maestro, de persona tozuda, la formación de Roberto Bolaño, lejos de identificar a un maestro, más bien se define por la provocación, por hacer las cosas de acuerdo a mis sentidos y a mis impresiones.


Es como hacer un viaje por barco cuando todos van en avión o al revés. “No voy en tren / Voy en avión / No necesito a nadie / A nadie alrededor…” es lo que escribe el músico de rock argentino Charly García y ejemplifica en cierto modo la actitud de Bolaño frente a la vida y al sistema que le tocó experimentar.


No podemos saber si en su mente estaba eso de competir con los académicos o los alumnos o desestimar la labor de los maestros en la formación, pero sí que todo su conocimiento y por supuesto los resultados literarios desmienten esa virtud tan capitalista, tan neoliberal, tan de ahora, de que “si quieres ser escritor, estudia”.


Una de las cosas que deberíamos pensar es si la formación del escritor ligado estrictamente a la literatura, tanto como lector y como creador, se corresponde ciegamente al camino académico o al camino de mercado. Obvio que Bolaño no es el único autor que no ha pasado por la universidad (hay muchos y uno de ellos es también Ray Loriga), pero sí es uno de los pocos capaces hoy de producir un hecho literario más allá de la tan gastada primera persona.


Son las dos sendas que plantea la literatura hoy, cuando en realidad Bolaño cree en los talleres literarios, cree en los manifiestos, en las bibliotecas, cree en la acción y en buscar cada uno su camino.


Un análisis del libro póstumo Entre paréntesis, formado por el crítico español Ignacio Echevarría, afirma que en los cinco años que Roberto pasó escribiendo críticas y cosas que le pedían los medios: “De ahí que este volumen, que tiene mucho de dietario en el que su autor anota lecturas (siempre perspicaces), recuerdos, conversaciones y anécdotas de todo tipo, se engarce con naturalidad con sus últimos volúmenes de relatos y no deje de incluir pasajes netamente narrativos, junto a otros de carácter más ensayístico o autobiográfico o crítico, cuando no abiertamente polémico y visceral, en todo momento humorístico”, dice la contraportada.


Precisamente, el humor debería ser otra de las miradas sobre la obra de Bolaño, porque él, que no creía en nada, creía en el humor, que en estos momentos constituye –según creo- nuestro motivo y causa de supervivencia. Lo dejo como tarea.


Otra de las cosas que no se habla de Roberto Bolaño es que él quería saber todo. De cine, de música y obviamente de política. Hay por cierto un Bolaño periodista, que se corresponde con ese oficio de “Sólo bebo y sé cosas”, según un meme reciente.


Leer la obra de Roberto Bolaño desde la perspectiva de la derrota de la izquierda y acordar que no es el último escritor latinoamericano, como lo dice Jorge Volpi, sino el primero de una nueva era, constituye sin ninguna duda sumarnos a su misión y a su carácter. Creo que más allá de Patti Smith y de sus lectores en el cine de Hollywood, incluso si se hará o no su película o si publicarán otro libro póstumo, hay que cargarnos a Bolaño en la espalda y encontrar muchos caminos que nos lleven otra vez a la literatura.


“Murió Bolaño y con él murió esa tradición, bastante rica y bastante frágil, que conocemos como literatura latinoamericana (marca registrada). Por supuesto aún hay escritores nacidos en los países de América Latina que siguen escribiendo sus cosas, a veces bien, a veces regular, a veces mal o terriblemente mal, pero en sentido estricto ninguno de ellos es ya un escritor latinoamericano sino, en el mejor de los casos, un escritor mexicano, chileno, paraguayo, guatemalteco o boliviano que, en el peor de los casos, aún se considera latinoamericano”, es lo que piensa Jorge Volpi. ****


Así como Lula enfrenta ahora un nuevo gobierno en Brasil, luego de la letal derecha de Jair Bolsonaro, creo firmemente que hay que empezar a leer a Roberto Bolaño desde otra óptica. En ese sentido, creer porque no nos queda de otra en Latinoamérica, un continente agobiado y sojuzgado, pero que es sin duda nuestro hogar, nuestra distinción.

Foto: Cortesía


Tomar a Roberto Bolaño como el primer latinoamericano es la muestra de nuestra confianza, de nuestro optimismo. Y si no tuviéramos ninguno de esos dos sentimientos, ¿para qué leer? ¿Para qué escribir?


“Por el contrario, me gusta pasear, junto con los viejos verdes, por el Paseo Marítimo de Blanes en verano. Me gusta contemplar la playa. Allí, en esa aglomeración triunfal de cuerpos semidesnudos, hermosos y feos, gordos y flacos, perfectos e imperfectos, el aire nos trae un olor magnífico, el olor de las cremas bronceadoras. Me gusta el olor que desprende esa masa de cuerpos abigarrados. No es enfático, pero tonifica. No es perfecto. A veces, incluso, es un color melancólico. Y puede que hasta metafísico. Los mil ungüentos bronceadores, las cremas de protección solar. Huelen a democracia, huelen a civilización”, dice Roberto Bolaño en la columna “Civilización”, que aparece en el libro Entre paréntesis.


Me hace acordar sin duda al poeta italiano Eugenio Montale, cuando dice en “Los limones”: Hasta que un día, a través de un portón mal cerrado, / entre los árboles de un patio / se nos aparece el amarillo de los limones, / y se deshiela el corazón, / y retumban en nuestro pecho / sus canciones / las trompas de oro del esplendor solar.


A 20 años de su muerte, revivir a Bolaño es mucho más que una pirueta de los médiums. Constituye sin duda una labor de militancia literaria.


*Entrevista a Ray Loriga: “No tiene nada de maldito ser escritor”. 20 Ene 2023/JAVIER ORS / Zenda Digital

**Marcelo Báez Meza. Escuela Superior Politécnica del Litoral, ESPOL. Guayaquil, Ecuador. “El poeta Belano alecciona a los maestros”, tesis.

***El hijo de Mister Playa, de Mónica Maristain

****Revista de la Universidad (UNAM). Artículo titulado “Bolaño, epidemia”, publicado en marzo del 2008.

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