top of page

Se está haciendo tarde, José Agustín

Por Jonatan Frías

Comencé a leer a José Agustín una noche de insomnio de mi segundo año de prepa. Una novia que entonces ya tenía definida su vocación de estudiar literatura me prestó una edición casi deshojada de Ciudades Desiertas. Es de mi mamá, me dijo, cuídala mucho. Esa noche me había preparado para no dormir porque tenía que estudiar para un examen al día siguiente. Luego de cenar me pongo a estudiar, pensé. Cuando terminé, dije: mejor primero me baño. Al salir de bañarme, preferí ver una película. Ahora sí, en cuanto termine la película me pongo a estudiar. Para cuando acabé de verla -que no puedo recordar cuál fue- sabía, más allá de cualquier duda, que esa noche haría cualquier cosa excepto estudiar.


Saqué el libro de la mochila, me acosté en la cama con la espalda recargada en la cabecera y casi sin darme cuenta terminé el libro justo en el momento en que mi papá se levantaba para irse a trabajar. Entró a mi cuarto al ver la luz encendida y seguro creyó que había pasado la noche en vela estudiando. Mis papás murieron creyendo que los libros sólo eran una cosa que ocurría en las escuelas.


La historia de amor entre Eligio y Susana me fascinó. Eligio podía ser un cabrón pero la quería; tanto como yo quería a mi novia: hasta la ignominia. Entendía sus razones y su humor conectaba con el mío. Cada página que pasaba era casi una revelación. Había encontrado un escritor que me hablaba a mí. No tenía idea de quién era pero podía jurar que él y yo podríamos ser los mejores amigos. El tono, la temperatura: era una literatura que no nos enseñaban en la escuela, en donde los maestros aún se afanaban en que aprendiéramos de memoria poemas de Góngora o Sor Juana.

Luego me enteré que los libros de José Agustín pasaban entre las manos de los compañeros casi en secreto, clandestinamente. Que cuando los maestros te encontraran leyendo De perfil o Se está haciendo tarde era similar a que te descubrieran con pornografía. Había que pasar por el proceso, por el penoso proceso de que llamaran a tus padres y les dijeran: miren, esto es lo que está leyendo su hijo. Yo me había ganado una fama de irresponsable porque me saltaba casi todas las clases para irme a leer al parque que estaba frente a mi escuela. En ese parque me leí todo lo que pude encontrar de Bukowski, Burroughs, Bowles. En ese parque me pasé horas enteras con mis walkman Sony amarillos escuchando a los Beatles, Pink Floyd y Led Zeppelin. En ese parque descubrí el erotismo con mi novia detrás de una resbaladilla enorme de concreto. En ese parque me pasé las dos horas que debí invertir en hacer un examen hablando con Ana Paula -está claro que ese no es su nombre real- sobre el libro que me prestó.


No sé qué fue de ella.


Pasé los siguientes años haciendo cualquier otra cosa menos los exámenes o asistiendo a la escuela. Sé que leí un montón de libros más y que, sobre todo, pasé las mejores horas en cama viendo películas.


Luego llegó Luis Gerardo. A él le debo un montón de cosas, entre ellas un amor profundo por José Agustín, porque para entonces ya lo disfrutaba como pocas cosas, pero realmente quererlo fue hasta ese momento. Luis Gerardo y yo nos conocimos en Fb discutiendo sobre un artículo que yo había escrito en una revista local. La discusión llegó a la injuria y fui a buscarlo para saldar el honor. Faltaba más. Él tenía, todavía tiene, una librería en el centro. Llegué dispuesto a todo pero me encontré con uno de los tipos más generosos y amables que he conocido en la vida. En cosa de 15 minutos ya compartíamos un café y hablábamos de las lecturas compartidas. Desde entonces conservo su amistad como una de las cosas más valiosas que tengo.


Un día descubrí que consultaba con alguna frecuencia el I Ching y me habló de José Agustín. Sonreí. En esa sonrisa había, por supuesto, complicidad. Desde entonces son muchas las tardes que hemos pasado hablando de los libros de este genio de nuestra literatura. Yo sé que él lee, al menos una vez al año, El rock de la cárcel y sé también que eso que lo liga con El Jefe es un vínculo espiritual. A mí me liga un vínculo de rebeldía e inconformismo; una búsqueda por aprender a decir lo que se quiere decir.


Fue Luis Gerardo quien me habló a profundidad de Se está haciendo tarde, uno de los libros que se me había resistido. Me bastó su expresión de éxtasis, de orgasmo involuntario, para convencerme de buscar el libro y ponerme a leerlo ya, sin pretextos. Si alguna vez me ha pasado el sentirme poseído por algo ajeno a mí, fue ese fin de semana en que me leí de un jalón, sin comer, apenas bebiendo coca cola sin gas, en unas condiciones de locura, ese libro. Entendí a qué se refería Luis. Entendí por qué conectaba de esa manera.


José Agustín es uno más de nosotros. Jamás puso su apellido como intermediario. Rechazó de inmediato la solemnidad y la literatura “seria”. En lugar de eso, prefirió un leguaje transparente, ligero, honesto. Escribió sobre el amor y sus posibilidades. No se enfrascó nunca en la pirotecnia ni hizo alarde de nada. Simplemente se dedicó a escribir y a vivir. Se dedicó a hacer de su vida, literatura, y de su literatura, algo vivo. Por eso permanece mientras que otros de su generación hoy no hay quién los saque del hoyo en el que están enterrados. Por eso es que José Agustín sigue siendo El Jefe.

Foto: Jonatan Frías

bottom of page