Por Citlaly Aguilar Sánchez

Salí a tomar algo tranquilo con una de mis mejores amigas. Mi carro quedó lejos, dentro de la enorme selva que es esta pequeña ciudad de cerros y calles cerradas. Ella se ofrece a llevarme a la puerta de mi automóvil, como siempre. No me opongo. Subo a su coche y nos internamos en las oscuras vías de este lugar. Sus bocinas, después de la reconfiguración, resuenan. Unos acordes viejos y conocidos me sorprenden: identifico la canción pero no recuerdo exactamente la letra. Intento tararearla.
“Descargué esta rola”, me dice ella. Suena “Tu inolvidable sonrisa”, de Los Freddy´s, y entonces lo entiendo. Antes, en el bar aquel donde nos tomamos apenas un par de cervezas, en el que me contó lo difícil que se pusieron las cosas con su compañero y de las ganas que de repente siente de dejarlo todo, no comprendí la profundidad de la situación. Ahí, sin embargo, en la perplejidad de la vía, donde el negro y el blanco de la raya pintada en el bulevar también señala que la vida es una sucesión de situaciones buenas y adversas, puedo ver a mi amiga de otras maneras.
La veo fuerte e intrépida, capaz de derribar muros y construirse un universo para ella sola, no sólo porque se lo merece, sino porque ha trabajado tanto y sin descanso para eso. Fue ella quien me enseñó el camino que he seguido y es ella a quien a veces veo dudar de todo lo que ha hecho. También veo en ella los sueños que todas hemos tenido siempre: los de aquel que nos cuida, nos ayuda a reconstruirnos cuando nuestras fuerzas han menguado, el que es un cómplice en nuestras travesuras… pero veo también las decepciones: el que no tiene ganas, que reta, que hiere, que se hace el loco, el que, por la educación machista en la que todos hemos crecido, a veces encuentra un regocijo en el dolor de ella o acaso una afirmación de su propia y frágil masculinidad.

No he sentido lo que la canción de Los Freddy´s dice tanto como en este momento en el que estoy con ella, adentrándome en las calles de esta ciudad que años atrás recorrimos caminando. Ahora somos adultas, tenemos coche, nos va mejor en lo que hacemos, alguien paga por nuestras obras. Sin embargo, ante los embates de la vida, parecemos tan indefensas que me conmuevo. La melodía -incluida en el álbum Quiero ser feliz de 1973- no me hace pensar en nadie más que en ella. Frente a mí, mientras canta cada verso en la magnitud de esta noche eterna, también su sonrisa es más grande de lo que nunca fue.
Aunque percibo miedo e incertidumbre por lo que interpreto es una encrucijada para ella en su vida en pareja, en sus creencias sobre el amor y en su introspección respecto del cariño y el afecto, también encuentro regocijo. Egoístamente, en el rictus de su boca encuentro una felicidad que nunca hallé en otra persona. Me honro de ser su amiga, de estar aquí en este momento en el que no sé qué decir porque no quiero entrometerme en temas que no son míos. Me hace feliz sólo ser testigo y compañía de la grandeza de una mujer a la que no sólo quiero, sino que también admiro.
Bajo de su auto agradecida, deseando que volvamos a vernos pronto. Me meto en mi coche y me dirijo a mi casa. Caigo en cuenta de lo difícil que a veces es entenderse con los otros y en que no le dije a ella lo bien que me hace tenerla en mi vida. Quizá le hubiera hecho bien en su propia noche. Me arrepiento de no haberlo hecho. Mis traumas para expresar emociones a veces me juegan momentos muy desafortunados.
Y mientras avanzo en el bulevar, busco aquella canción con la que, como nunca, me he sentido unida a otra mujer. La canto, o al menos intento hacerlo, en honor a ella, a sus luchas y a sus emociones, y me reconforta saber que estará bien pase lo que pase. Porque, aunque mucho de lo que dicen esos versos está dedicados a su pareja, en algún momento se dará cuenta de que su sonrisa, de labios gruesos y de sonido estruendoso, jamás será olvidada por nadie.