Por Citlaly Aguilar Sánchez

Hubo una vez una boda, de esas en las que cierran las calles con sillas y mesas, y la gente se sienta a convivir en honor a los novios, apenas unos veinteañeros. Asado de boda y arroz, tortillas, refrescos y unas botellas de tequila y whisky sobre los manteles. Los centros de mesa son una canastilla de mimbre adornada con listones y rellena de esponja seca en la que clavaron flores blancas sintéticas. Y claro, no pueden faltar los servilleteros de plástico transparente, adornados con otras flores blancas pegadas con silicón.
Por la noche, en el escenario un grupo de música versátil interpreta las canciones que suenan en la radio, especialmente una que hace que el tío, la tía, los suegros, los niños y hasta los perros abran pista para bailar: “Un millón de rosas”, de La Mafia, incluida en el álbum del mismo nombre de la canción y lanzado en 1996, en el que este grupo mexico-estadounidense de música tejana interpreta temas igual de melosos, en su mayoría compuestos por Armando Larrinaga, músico cubano que a los 17 años de edad fue preso por su resistencia al régimen castrista y quien, dicho sea de paso, fue también el encargado de crear el gran éxito de La Mafia: “Me estoy enamorando”.

Foto: Guillermo Moreno / Documental 23
La boda es en una comunidad de la sierra, de esas en las que no hay agua potable y de las que muchos huyeron entre las décadas de 1950 y 1980 rumbo a Estados Unidos. Allá viven y sólo regresan para momentos importantes como este: la unión de dos de sus familiares. Son ellos quienes pagaron el evento, quienes usan las mejores botas y sombreros y, claro, quienes pidieron las canciones de La Mafia, porque entre sus viajes de aquí para allá y viceversa, la identidad ya no alcanza a distinguirse y el tono agringado de Óscar de la Rosa, vocalista de la agrupación, les resulta más familiar. ¿No es esa también una de las razones del éxito de Selena y Los Dinos?
La novia luce nerviosa, quizá porque se dio cuenta de que este tipo de celebraciones sólo hace énfasis en que a partir de ese momento le pertenece a un hombre y a las labores de un hogar, mientras que el vestido blanco no hace más que puntualizar el hecho de que esa noche perderá la virginidad, como bien indica Evelio Boal en su ensayo “La mujer y el amor libre”. A lo largo del tul que adorna su atuendo hay, además, billetes colocados con alfileres que no suman más de tres mil pesos pero que parecen una verdadera fortuna.
El novio se ve ebrio, pues, al igual que muchas otras, esta es la ocasión y pretexto perfectos para beber y beber al lado de sus amigos sin que nadie le imponga nada. La novia y el novio se paran sobre unas sillas, uno frente al otro, haciendo un puente con el velo del vestido. Por debajo pasan los invitados, divididos en filas de hombres y mujeres, alegres, como manadas de alguna raza en peligro de extinción.

Foto: Guillermo Moreno / Documental 23
El novio es cargado por sus compinches. Lo avientan hacia el aire con pericia, le quitan algunas ropas y le celebran el gran logro, la gran hazaña de comenzar una nueva vida. El baile está en su apogeo y ahí estás tú, querido lector, en tu más tierna infancia, unos ratos corriendo con otros niños por todo el lugar, raspándote las rodillas y ensuciado la ropa que te compraron específicamente para ese día y que te comprometiste a cuidar, pero ayudaste a repartir los platos de comida y te manchaste de chile y refresco. Tu peinado ya es una mezcla de gel y tierra pero ya bailaste con la abuela, las primas, tus amigos y también comiste pastel y gelatina.
Ahora estás sentado, escuchando esas canciones que en este momento no sabes cuánto te afectarán y acompañarán a lo largo de tu vida. Ves a tus familiares bailar entre estelas de polvo hasta casi desaparecer en la noche. Tus párpados se cierran. Caes rendido a lo largo de dos sillas que alguien acomodó estratégicamente para ti. Despiertas en la cama de algún familiar, aún con la ropa que llevabas en la fiesta mientras esta continúa ya de día. Los tíos migrantes están tan contentos que, de la nada, te dan unos dólares que no puedes gastar en Sabritas porque no hay donde hacer el cambio. Y la música sigue sonando, sin parar, todo el día, hasta que esos días terminaron…