Por Arlett Cancino
[…] vive una vida tan doméstica como se pueda. Ten a tu hija contigo todo el tiempo... Échate durante una hora tras cada comida. Como máximo ten dos horas de actividad intelectual al día. Y nunca toques una pluma, un lápiz o un pincel en tu vida.

La cura del reposo es un tratamiento que se le dio a las mujeres con “histeria femenina”, a mujeres que padecían de los “nervios”, que estaban tristes sin un motivo aparente. Durante el siglo XIX, el “reposo”, que más bien era una postración completa en la cama, fue el remedio que encontraron para las sensaciones y emociones femeninas alteradas. Las pacientes eran aisladas por meses en centros de descanso y confinadas a una cama empotrada, con una dieta rica en grasa que las engordaba, ejercicio pasivo, masajes y electro-terapia. La mujer permanecía acostada, sin hacer trabajo alguno, nada que la entretuviera; cualquier actividad intelectual, como leer o escribir, estaba terminantemente prohibida.
Este fue el tratamiento que el neurólogo estadounidense Silas Weir Mitchell acuñó y le prescribió a la escritora Charlotte Perkins Gilman, quien lo metaforizó en su narración El tapiz amarillo, en la que una mujer escribe un diario a escondidas de su esposo en una habitación con un empapelado viejo, percudido y rasgado que la obsesiona hasta el grado de cobrar vida como una mujer que se arrastra. A lo largo de la historia somos partícipes de la frustración de la narradora, pues nadie confía en sus sensaciones y todos la tratan con una condescendencia que raya en la burla. Perkins consigue, en un estilo muy oscuro y gótico, abordar la depresión postparto de una mujer decimonónica que encuentra en la escritura la cura a la tristeza que la invade, a pesar de que el acto de escribir le fue vedado por su médico y esposo.

Adelantándose a su época, la escritora hace una crítica a la incomprensión a la que estuvo sujeta la mujer del siglo XIX. En su texto, nada es evidente ni obvio y, al mismo tiempo, todo esta dicho en las inferencias de un buen lector y en la experiencia de toda mujer. Hemos convivido y aún soportamos el “ligero” sobajamiento y menosprecio de nuestras capacidades; damos la razón a incoherencias y opiniones absurdas, aunque personalmente disentimos de tales ideas. Charlotte lo supo, se dio cuenta de que el mejor tratamiento para sí misma, y para el personaje de su tapiz, era escribir, escribir, escribir; romper con las prescripciones, con el pacto del conformismo y de la dependencia.
La mujer agazapada detrás del papel escapa, se arrastra fuera de los garabatos del tapiz; su actitud y postura asustan, alteran los nervios del otro, al grado de que el médico se desmaya y ahora la condescendencia viene de la paciente que lo observa postrado en el piso mientras ella da vueltas, libre.
—Al final he salido —he dicho—, aunque no quisieras ni tú ni Jane. ¡Y he arrancado casi todo el papel, para que no puedan volver a meterme!
¿Por qué se habrá desmayado? El caso es que lo ha hecho, y justo al lado de
la pared, en mitad de mi camino. ¡O sea que he tenido que pasar por encima de él a cada vuelta!
Charlotte Perkins abandonó el tratamiento de Mitchell cuanto estuvo a punto de colapso nervioso, se divorció de su primer esposo y escribió su texto; luego se mudó a California y se convirtió en pionera del feminismo.
Otra autora que estuvo bajo este tipo de tratamiento fue Virginia Woolf, quien también ironiza sobre sus efectos en La señora Dalloway.
