Por Arlett Cancino

Uno de los primeros recuerdos que tengo de mí con identidad propia, singular y distinta a la de los demás, es un día escolar. Me veo en esa pequeña escuela rural en la que estudié la primaria, con sus ventanales grandes que constituían casi toda una de sus paredes laterales; sentada en una silla rígida de madera con una mesa vieja al frente. El profesor nos explicaba la clase a un grupo de niños de entre 8 y 10 años.
Lo que más recuerdo de ese día no es el ambiente, a mis compañeros, al maestro o el contenido de su clase; no, lo que más recuerdo es la sensación y actitud de seguridad que yo poseía en ese momento. Me rememoro con los pies arriba de la mesa, en una actitud de desafío (como lo había visto hacer a muchos personajes, sobre todo hombres, en las películas que veía en el canal 5); nunca me había sentido tan satisfecha como en esa ocasión, pues entendí todo lo que mi maestro explicaba e incluso establecí relaciones con los contenidos anteriores que ya había aprendido. Así que sin pedir permiso ofrecí mi opinión sobre el tema y lo hice con una gran locuacidad y confianza, nadie me interrumpió, ni puso en duda mis ideas.
Es obvio que muchos de los detalles de este recuerdo pudieron no pasar así, no creo que el maestro me hubiera dejado poner los pies arriba de la mesa o que mi lenguaje sobrepasara el vocabulario de una pequeña; pero la confianza que demostré, esa sí es genuina y ahora que lo reflexiono es ejemplo de mi individuación. Cada uno de nosotros guarda memorias que son clave en la construcción de sí mismos, a veces las reconocemos y atamos cabos, otras no nos percatamos de que integran nuestro esqueleto identitario.

Hace unas semanas, me encontraba preparando algunos trabajos y materias; estaba entusiasmada y muy ansiosa porque quería dar lo mejor de mí. Investigaba y buscaba fuentes que complementaran mis conocimientos del tema; leía, releía, subrayaba, tomaba notas; establecía analogías e inferencias; organizaba ideas y escribía; tachaba, borraba, corregía. A pesar de todo este tesón, pasado un tiempo empecé a dudar mucho sobre su valor.
Cuando tomaba descansos me sentía culpable y me preguntaba si de verdad estaba dando el cien por ciento de mis capacidades o si era una holgazana; luego al volver a la mesa de trabajo con más energía, arremetía contra el teclado, pero poco a poco las ganas decaían y entonces me convencía a mí misma de que en realidad mis ideas no eran tan originales. Entonces me levantaba, salía al patio a fumar y regresaba de nuevo con la seguridad de que mis reflexiones eran buenas porque tenían precedentes y objetivos comprobables. Era un ir y venir entre el entusiasmo y la desconfianza. Subidas y bajadas, algunas muy altas en las que me sentía escalar el Everest y la emoción era maravillosa, otras profundas como un abismo oceánico oscuro y lleno de monstruos marinos, sibilas que susurraban mi fracaso.
¿Dónde había quedado esa niña confiada y parlanchina? ¿Por qué ahora no confiaba por completo, como en aquel tiempo, en mis capacidades? ¿Por qué, cuando daba lo mejor de mí, dudaba de que así fuera? ¿Esto era un asunto, como tantos otros, que estaba determinado por mi género? ¿Los hombres dudan de sí mismos como lo hacemos nosotras?
Sin la menor intención de generalizar, de encasillar a todas las mujeres en el aura de la inseguridad, ni a todos los hombres con la virtud de una excelente confianza en sí mismos; me di cuenta de que nuestra seguridad sí está determinada por lo que se espera de nosotras como mujeres. Desde que somos niñas nos enseñan a ser confiables y a seguir las reglas, a ser buenas y obedientes. Sin embargo, la seguridad, la confianza en uno mismo implica riesgo y valor, arrojo para hacer cosas a las que no estamos acostumbrados y todo esto siempre implica romper patrones.
Katty Kay y Claire Shipman en su libro La clave de la confianza. El arte y la ciencia de la autoconfianza para mujeres identificaron que hasta los 8 años de edad, niñas y niños tiene el mismo nivel de confianza en sí mismos, no obstante, con la entrada a la pubertad las pequeñas van perdiendo ese entusiasmo. Este distanciamiento se debe a la presión educativa, tanto familiar como escolar, a que las niñas cumplan con cierto estereotipo conductual acorde a su género; que seamos buenas, sosegadas, en resumen, nos educan para no dar problemas.
De tal modo, que nos alejamos de juegos en los que nos podemos raspar las rodillas o ensuciarnos la ropa; aunque sea emocionante treparnos a los árboles y colgarnos de sus ramas o jugar carreras en bicicleta, lo dejamos de hacer porque en el regaño se niega que esas emocionantes aventuras sean parte de nuestra identidad femenina. No obstante, esas actividades peligrosas moldean la seguridad de los pequeños, pues implican una determinación y valor para correr riesgos, aspectos que después son esenciales en su vida adulta y que les permiten no titubear, ni dudar de sí mismos a la hora de hablar o externar sus opiniones.

De niña era una chiva que brincaba por todas partes, confiaba en mis piernas flacas y largas para correr con mis primos detrás de una camioneta y colearme en ella. En ninguna de mis memorias infantiles me recuerdo con miedo, más bien siempre me acompañaba una fuerte confianza en mi inteligencia y una gran convicción para decidir y emprender. Ahora de adulta constantemente me invade la inseguridad, confío poco en mis capacidades y muchas veces estoy a punto de boicotearme.
Logré terminar mi trabajo de hace unos días gracias a que acudí a esa niña enérgica y juguetona que no duda de sus palabras, pues para ella, y ahora también para mí, los raspones, como el fracaso, son sólo una costra que con el tiempo desaparece y da paso a una piel e identidad más sanas.
En nuestro nivel de confianza, no sólo interviene nuestra educación como mujeres. Kay y Shipman encontraron que también existen aspectos genéticos que pueden determinar nuestra seguridad en nosotras mismas, mas esa determinación genética puede ser modificada gracias a nuestra elasticidad cerebral que nos permite desaprender los patrones sociales del comportamiento femenino.